jueves, 21 de diciembre de 2017

Los transformados


                                              Epílogo

Isidro percibió el jaleo al otro lado del chalet, en la parte trasera donde el cazador que le servía desde hacía años debía de terminar con la vida de su empleado en la agencia. Entrometido. Aquello no debería de haber terminado así.
Pero algo no iba bien, aquel desconcertante jaleo. El viejo espía agarró con fuerza su pistola y dio dos indecisos pasos.
Dinu ¿estás ahí? llamó al cazador.
Como respuesta, una respiración áspera y resinosa como si el aire se arrastrase a través de sucias mucosidades, llegó desde el fondo del pasillo seguida de unos crujientes pasos que avanzaban desde la oscuridad.
Isidro percibió el olor, un hedor a podrido y deshechos. Un olor a antigüedad y maldad. El viejo detective cargó su pistola y se apresuró a cerrar la puerta del salón que daba al pasillo, echó la llave justo antes de que el impacto hiciera retumbar toda la estancia.
¡Maldita bestia! Acabaré contigo como lo he hecho durante años con todos los de tu especie sentenció el viejo a la vez que comprendía con claridad que el maldito Manel había traído la maldición consigo desde Rumania. Nunca debía de haber confiado en aquel investigador. Al otro lado de la puerta sonó un gruñido rasposo y sopesado. Por supuesto que acabaría con aquella bestia, decenas de sus antepasados habían perecido bajo las garras de aquellos seres, los convertits, los transformados que como malditos diablos cambiaban su aspecto pasando de humanos a abominables seres mitad perros mitad chimpancés; incluso su abuelo había caído en la lucha. Una batalla sin cuartel contra aquellos seres malignos y sus propiciatorias victimas como el detective Manel, una guerra que estaban a punto de ganar.
Aquellos diabólicos seres estaban prácticamente extinguidos.
La puerta volvió a retumbar y una bisagra se desprendió de su posición inicial a punto de desprenderse del marco. Isidro corrió a una de las paredes y apartó un cuadro donde unos lobos corrían detrás de un animal de forma indeterminada. Un nuevo gruñido que parecía una macabra carcajada atravesó la puerta inundado el salón, esta vez acompañado de un pestilente olor. La mano del viejo detective marcó con serenidad los números de la contraseña de la caja fuerte.
El nuevo golpe sonó más cercano, más rabioso, la bisagra se desprendió al fin del marco y la puerta se inclinó hacia un lado. Una garra negra de donde sobresalían unas uñas rojas, llenas de moho y mugre, se movió como buscando a un enemigo invisible.
Isidro sacó de la caja fuerte la hoja de metal plateado cuyo filo relució en la penumbra del salón. El ritual no servía para matar a los convertit, tan solo era una farsa escénica inventada por los ancianos desde hacía siglos, lo que realmente era necesario para acabar con ellos era el marum, un arma ancestral hecha de metales pesados extraídos de las montañas de Maramures, solo aquella aleación incrustada en el cuerpo de aquellos demonios podía acabar con su vida.
El viejo detective sujetó el puñal en su mano. La puerta bailó engrandeciendo el hueco, la cabeza de la bestia asomó dejando a la vista el hocico babeante que se movía exhalando gruñidos.
Isidro corrió hasta alcanzar la cristalera del salón que daba al jardín. La puerta del pasillo voló por los aires detrás de él y el convertit saltó como un autentico primate.
El antiguo espía corrió hasta agazaparse detrás de la fuente de piedra que presidia su jardín de manera señorial. Una densa y fría lluvia comenzó a caer dotando a lo poco que quedaba de tarde de una amenazadora oscuridad. Con engañosa lentitud, el monstruo asomó su cabeza por la puerta abierta del jardín y olfateó el aire, su rostro canino y ancho cubierto de gruesos pelos negros y rojos, parecía sonreír en una mueca maquiavélica. De pie, al menos medía dos metros, en nada se parecía al detective privado que había traído la maldición desde Rumania.
El ser se agachó y traspasó el umbral de la fina puerta de aluminio saliendo al jardín. Las gotas de lluvia parecían evaporarse al caer sobre su fétido cuerpo. El convertit se puso a gatas, exhaló un bufido y dirigió su negra mirada hacia la fuente.
Isidro agarró con fuerza el marum.
El ser hizo ademan de saltar, sus extremidades inferiores se doblaron en un ángulo imposible y realizaron un inverosímil movimiento. El viejo detective se preparó para el ataque. Su corazón, a pesar de haberse enfrentado decenas de veces con aquellos diablos, latía desbocado.
Nada sucedió. El monstruo no aparecía. La lluvia comenzó a arreciar borrando los ruidos de la tarde noche. El agua comenzó a empapar el pelo canoso y la piel bronceada y curtida del viejo investigador donde las arrugas comenzaban a tomar solidas posiciones.
Su rostro dibujó una nerviosa sonrisa, sabedor de que aquel monstruo era diferente a los demás.
Nunca debí haberte dado este caso susurró.
El convertit apareció por un lateral de la fuente. Sus ojos rojos miraban al viejo como si fuese un pequeño ratón con el que fuese a comenzar un excitante juego de caza. Caminaba sobre sus cuatro patas en movimientos lentos y dislocados.
Isidro levantó su puñal.
Un gruñido salió de la negra boca del ser como una ininteligible palabra pronunciada en algún antiguo y olvidado idioma. Volvió a doblar sus patas y esta vez saltó, el detective irguió la mano que sujetaba el marum en un movimiento certero, pero una de las patas delanteras del monstruo se movió en un imposible vaivén hasta arrancar de cuajo el brazo del viejo que dios dos pasos atrás mientras el convertit caía sobre él, sus dientes alcanzaron su objetivo y se clavaron como pinchos de hierro en la cara del hombre, su mandíbula se movió masticando hasta que el cráneo del viejo detective se deshizo como chicle dentro de la boca.
El cuerpo descabezado y sin brazo del hombre cayó al suelo empapado por la lluvia.

El convertit se estiró como un lobo y lanzó un gruñido al cielo encapotado. De dos saltos atravesó la valla del jardín del viejo detective y recorrió la calle solitaria de la urbanización hasta perderse en el bosque que nacía detrás de los últimos chalets.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

"Cometa"


Mi relato "Cometa" ha sido seleccionado como finalista en el Primer Concurso Donbuk de relatos de fantasía y ciencia ficción y formará parte del libro "La luz me hace daño" que será publicado el próximo mes de diciembre, aunque ya se puede reservar en la página de la editorial Donbuk. 

https://www.donbuk.com/producto/la-luz-me-hace-dano/

viernes, 3 de noviembre de 2017

Los transformados

                                       

Tercera parte

Manel abandonó la terminal del aeropuerto de Madrid cojeando notablemente. Su tobillo le volvía a doler horrores.
Había llegado de nuevo a la capital española después de un periplo de casi diez horas tras escapar del infierno que se desató en el caserón rojo. Encontró su coche envuelto en una capa de hielo y condujo casi a tientas desde las afueras de Guludia donde se alzaba el caserón rojo hasta su hotel en Baia Mare, aguantando el dolor que cada movimiento de su pie herido le producía.
Pero solo tenía una idea en mente, huir, escapar de aquel maldito lugar.
Consiguió apaciguar el dolor después de hacerse él mismo una cura en la habitación del hotel y tomarse un puñado de analgésicos. La herida era bastante menos profunda de lo que había temido en un principio, era un enorme rasguño que atravesaba su tobillo desde la pierna hasta casi llegar a la planta del pie. En el mismo hotel pidió un taxi o un transporte que le pudiese llevar hasta Budapest, se lo consiguieron en menos de una hora y después de pagar una buena cantidad de euros al recepcionista.
Ya en la ciudad húngara no había tenido que esperar más de dos horas para conseguir un billete de avión a la capital española.
Antes de coger un taxi en las afueras del aeropuerto madrileño, volvió a marcar un número de su móvil.
Manel contestó la voz de Isidro al otro lado de la línea. ¿Dónde estás?
Acabo de llegar a España apuntó sobriamente el detective, ha pasado algo horrible, en aquella casa había algo, algo muy extraño que no sé como definirlo.
La voz del investigador se cortó como arrancada por unas enormes manos.
Prepárame un informe fue la contestación de Isidro, fotos, lugares, todo lo que tengas y preséntamelo en mi oficina mañana a primera hora.
No Isidro, debemos vernos ahora, debes de llevarme con la persona que te encargó este caso, lo que ha pasado no se puede plasmar en un simple informe.
No lo conozco la voz del viejo investigador pareció retroceder al otro lado de la línea, me hizo el encargo por teléfono y lo formalizamos a través de correo electrónico.
—¡Tienes que tener una dirección que nos lleve hasta ese cliente, maldita sea¡
No vuelvas a gritarme dijo con sequedad el director de la agencia, creo que debes descansar, mañana te espero en la oficina.
Isidro cortó la comunicación.
Maldito cabron Manel tenía claro que su jefe le ocultaba alguna información sobre ese caso, todo lo sucedido en el pueblo de Madrid y lo que había visto en Rumania, corroboraban que aquella investigación no era un simple caso de vigilancia, había otros elementos muy diferentes que se escapaban a su razonamiento.
En Rumania hay personas que se convierten en perros. El detective sintió como los pelos de su piel se erizaban de una manera desagradable mientras recordaba lo acontecido en el caserón rojo de Maramures.
Sabía donde vivía Isidro, al menos la zona, había ido un par de veces a entregarle documentos en mano. Manel subió en un taxi e indicó al taxista la zona donde debía de conducirle al norte de Madrid. Era una zona de lujosos chalets, una zona distinguida, en los corrillos de los empleados de la agencia se hacían ficticias apuestas de cuanto alcanzaría la fortuna del viejo director.
El investigador bajó cojeando del coche. Una valla cerraba el paso a los visitantes a la urbanización privada y un vigilante jurado encerrado en una pequeña caseta de ladrillos velaba porque nadie perturbase la paz de los vecinos. Se identificó con su carnet de detective de la agencia Vueltas  y le dijo al vigilante que le esperaba Isidro.
El guardia jurado pareció dudar.
Tengo que avisar al señor Melgar de que usted está aquí informó el hombre cogiendo un teléfono, por favor, espere un momento.
 Manel esperó fuera de la caseta observando al vigilante a través del ventanuco con notables muestras de impaciencia, quería enfrentarse a su jefe y pedirle un millar de explicaciones, aunque este le había negado saber algo más del caso de los rumanos.
El vigilante miraba al detective mientras hablaba por teléfono.
Lo siento dijo al fin, el señor Melgar no está en disposición de recibirle en este momento.
Manel notó un pinchazo en su tobillo herido que hizo que todo su cuerpo se estremeciese. Sin mirar al guardián de la urbanización dio media vuelta y desapareció de su vista. Buscó una piedra, tuvo que recorrer algunos metros hasta que recogió un pedrusco del tamaño de una manzana y volvió junto a la caseta sin ponerse a la vista del vigilante.
Aún era de día, pero las nubes cubrían completamente el sol dotando al ambiente de tonalidades grises y tristes dando la sensación de que en cualquier momento podría ponerse a llover, incluso a nevar.
Ni un alma rondaba por la zona en aquel momento.
El pedrusco impactó contra la ventana de la caseta haciendo añicos el cristal al instante. El rostro aturdido y asustado del vigilante apareció por el hueco roto intentando averiguar la procedencia del ataque.
La mano de Manel atenazó el cuello del hombre que lanzó un gruñido de sorpresa, sus manos agarraron el brazo del detective privado intentando zafarse, pero inútilmente, enseguida el aire comenzó a llegar en agónicos intervalos a sus pulmones, sus ojos miraban con aterradora desesperación a su agresor.
El cuerpo del guardia jurado se tensó en un espasmódico movimiento y al instante cesaron todos los intentos de defenderse. Manel soltó el cuello y el hombre cayó como un saco de patatas al suelo de la caseta.  
El detective atravesó de un ágil salto la valla y penetró en la urbanización privada. Su pie había dejado de dolerle. Prácticamente recorrió a la carrera la amplia calle central de cuatro carriles y rodeada de arboles pelados por el frio del invierno que se asemejaba a alguna céntrica avenida de alguna importante ciudad, hasta que se detuvo junto a una de las bocacalles. La nueva calle mucho más estrecha y angosta recorría en pendiente entre lujosos chalet hasta adentrarse en una suave montaña.
La vivienda de Isidro estaba incrustada en la loma de aquella colina.
El dedo de Manel apretó con decisión el botoncillo del portero automático cuando se detuvo junto a la casa de su jefe.
—¿Quién es? sonó la voz distorsionada por el micrófono del viejo detective propietario de la agencia de investigación Vueltas.
Soy yo, Manel el investigador notaba dentro de sí su relajación a pesar del incidente con el vigilante jurado, por un fugaz instante cruzó por su cabeza con qué facilidad se había deshecho del pobre hombre, había entrado en la urbanización sin parar a ver si le había matado, pero no sintió ningún tipo de remordimiento. Necesito hablar contigo, allí, en Rumania sucedió algo muy extraño, necesito explicaciones.
Yo no sé nada, ya te lo dije gruñó el viejo gerente de la agencia de detectives, vete y entrégame el informe como habíamos quedado.
Ábreme, no pienso irme de aquí hasta que no me cuentes qué diablos son los seres que he visto.
Tras unos perturbadores segundos esperando, la cerradura de la verja de hierro soltó un lastimoso “click” y la puerta se abrió. Manel entró en el bien cuidado jardín aunque desprovisto en aquella época de cualquier tipo de flor. Recorrió un pequeño camino de piedras hasta la entrada principal.
Isidro abrió la puerta y dirigió una colérica mirada a su empleado.
Maldita sea, ¿es que no escuchas? No tengo nada que explicarte el pequeño pero erguido cuerpo de Isidro estaba plantado en el centro de la puerta sin que al parecer tuviese intención de ofrecer pasar a Manel.
Solo serán unos minutos el detective retorció sus labios en un gesto de dolor cuando su tobillo volvió a soltar un pinchazo. Dio un paso adelante hasta casi quedar pegado a su jefe.
Este se apartó.
Está bien, pasa.
Manel entró en la casa. La primera sensación fue la de un frio que envolvía los cuerpos como una suave brisa invernal, pero enseguida, la calidez de la calefacción hizo reaccionar su cuerpo. Todos sabían que Isidro vivía solo, su mujer había muerto algunos años atrás de un ataque al corazón y sus hijos ya eran mayores y habían volado lejos del nido paternal.
El chalet tenía el aspecto de un pequeño palacio, inmenso para una persona sola, pero el viejo investigador no había querido abandonar aquella casa.
Manel siguió a su jefe hasta el salón en la planta baja. Reinaba la oscuridad, apenas una luz difusa procedente de alguna lámpara situada en algún rincón y la claridad que emitía la televisión encendida, en una mesa baja de salón reposaba un libro cerrado.
No debías de haber venido la voz del antiguo espía pareció mucho más condescendiente, rendida ante la situación, te lo vuelvo a repetir, no tengo nada que explicarte, no sé nada.
Allí vi algo extraño, muy extraño Manel aferró uno de los hombros de su jefe y apretó hasta que sus miradas se encontraron en la penumbra. Isidro de un manotazo se zafó de la mano. Este no es un caso normal, no me creo que no sepas nada.
Isidro se separó de Manel hasta llegar junto a un pequeño mueble bar, dispuso un pequeño vaso y se sirvió una bebida sin ofrecer una copa al recién llegado.
Te mandé este caso porque eres uno de mis mejores detectives dijo después de dar un largo trago de su bebida, eres silencioso, inteligente, observador…, solo tenías que haber hecho eso, observar.
Y que crees que hice protestó Manel.
Sin duda hiciste algo más Isidro realizó un ostentoso gesto con su brazo, sino no estarías aquí.
Manel observó intensamente a su jefe. Recordó entre un escalofrío el desván de aquella casa roja de Rumania, como la bella joven colgada del techo había reaccionado degollando a una de las viejas de una patada y a uno de los imponentes hombres rumanos, como se había transformado en un ser del infierno y él mismo había estado a punto de morir entre sus garras.
Esa joven se convirtió en un monstruo, por Dios. ¿Quién o quiénes te encargaron este caso? Tienes que tener algún tipo de contrato, algún correo que nos de alguna pista sobre ellos.
Solo tenías que observar repitió Isidro al tiempo que daba otro trago de su vaso. Tal vez hubiese sido mejor que no te hubiese puesto al cargo de este caso.
Como puedes decir eso, he arriesgado mi vida, por la agencia, por ti, por mi trabajo..., y he averiguado muchas cosas.
Que sabes tú de nada, en aquella habitación no había ningún papel en el suelo, yo preparé todo para que viajases a Rumania La luz tembló y la calidez de los radiadores pareció descender su potencia. Isidro se removió y su pequeña silueta pareció crecer en la penumbra del inmenso salón—. Mi verdadero nombre es Dionisie Lupei.
Manel dio un paso atrás, todos en la agencia, incluido él mismo, habían dado por sentado que su jefe era español, y algunos decían que procedía de uno de los barrios más castizos de la capital.
Sí, soy rumano, llegué a España con tan solo un año de vida, me trajo una tía Isidro dio un paso en dirección a Manel. Desciendo de antiguos campesinos de la región de Maramures, trabajadores del campo que se dejaban la piel y la vida de sol a sol, no soy ningún noble, todo lo que tengo me lo he ganada con mi trabajo y mi esfuerzo.
—¿Quién era esa joven? Manel, por un momento, deseó salir de inmediato de aquella casa, aquella confesión entrañaba muchas cosas, y el detective daba por seguro que ninguna buena. No hay ningún cliente ¿verdad? Todo fue una farsa, un invento, me engañaste para hacerme participe de algún macabro juego inventado por ti Isidro esbozó una mueca que el detective interpretó como una irónica e hiriente sonrisa. ¿Para qué demonios debía seguirles?
Tú lo acabas de decir, esos seres son monstruos, demonios soltó el viejo investigador. Surgieron en los bosques de Maramures hace milenios, mucho antes de que nuestros antepasados ni tan siquiera tuviesen en sus cabezas formar una dinastía.
¿Quiénes? ¿La chica? ¿Los hombres?
Cada vez quedan menos, un grupo de cazadores les ha perseguido durante siglos por todos los lugares del mundo intentado erradicar la maldad que esos seres llevan dentro de sí.
Esta vez, Manel guardó un sepulcral silencio, como si invitase a su jefe a continuar.
La chica dices… continuó Isidro. Sí, la chica, se llama Nora y es uno de los últimos convertit.
¿Qué son los convertit?
Los transformados Isidro miró a su empleado con una irónica sonrisa dibujada en su pequeño rostro y su cuerpo sufrió una pequeña convulsión. Ella tiene ciento cuarenta años y es uno de los más crueles que jamás haya existido.
El detective estuvo a punto de soltar una exclamación de sorpresa mientras observaba atentamente a su jefe, por un momento, recordó la bellas y perfectas facciones de la joven morena, y como de aquella misma joven había surgido el monstruo.
Sí Manel, esos seres envejecen mucho más lentamente que nosotros, no creo que sean obra de la naturaleza, ni tan siquiera de Dios…
Son obra del diablo Isidro no contestó. ¿Y la policía? Alguna vez tendrán que haber tenido noticias de esos seres.
Sí, van dejando rastros, pero son sumamente inteligentes el viejo espía suspiró. Te sorprenderías la cantidad de crueles asesinatos que a lo largo de los siglos han quedado sin resolverse.
¿Quieres decir que esa chica asesinó a Javi y a los ancianos?
El viejo detective volvió a guardar silencio y pareció encogerse sobre sí mismo hasta perder el imponente aurea que le envolvía.
Yo ya soy viejo Manel, esos hombres a los que tenías la misión de vigilar son experimentados cazadores de convertit, ellos debían de devolver a Nora a Rumania y matarla.
Manel no podía dar crédito a aquella inverosímil historia que estaba escuchando de la boca de su jefe, sin embargo, él mismo había visto como la chica se había convertido en uno de aquellos monstruos de los que hablaba el viejo. Su estomago se retorció dentro de su cuerpo en una amarga sensación. Si aquello que Isidro contaba era verdad, él había estado a punto de impedir que acabaran con la chica, con el monstruo.
¿Por qué no la mataron aquí en España? Tuvieron oportunidad de hacerlo.
Solo se los puede matar a través de un ritual, ya te lo dije, son monstruos que no pertenecen a la lógica de nuestra naturaleza Isidro se inclinó ligeramente mientras pronunciaba las últimas palabras, Manel percibió el peligro, aquel pequeño hombre entrañaba más amenazas y más misterios de lo que él nunca hubiese imaginado. Dio unos pasos atrás, la puerta del lujoso salón estaba justo detrás de él. Después de lo que has visto y oído no puedo dejarte ir.
La mano del viejo detective sujetaba una pistola.
Manel tragó saliva.
No diré nada.
Lo siento Manel, ha habido muchos muertos, muertes que no debían de haber sucedido.
El detective miró con odio y con miedo a su jefe. Tenía claro que era capaz de matarle. De repente, el dolor en su tobillo acompañado de un dañino picor se hizo casi insoportable. Dio un salto hacia atrás y en dos pasos llegó a la puerta de salida. Antes de que pudiese abrir se escucharon dos fogonazos y al instante algo mordió su hombro causándole un intenso dolor.
Su pie ardía dentro de su zapato, parecía como si hubiesen metido ascuas al rojo vivo, sintió un golpe en su cerebro, como un violento bamboleo que tuviese la intención de descolocar todas sus neuronas.
Casi tambaleándose y envuelto en una agónico dolor que ya inmovilizaba por completo su brazo derecho desde su hombro hasta su mano, abrió la puerta. El enorme rumano estaba plantado justo delante de él cortando cualquier intento de fuga. Manel se dio la vuelta justo a tiempo para sentir como las dos balas se incrustaban en su pecho, un terrible dolor se apoderó de todo su ser, notó claramente como la conciencia le abandonaba.
El cuerpo del detective cayó inerte contra el suelo de gres.
Deshazte de él escuchó el investigador en la lejanía como ordenaba su antiguo jefe al cazador rumano. Un foco de algo desconocido para Manel, pero con una gran fuerza, comenzó a formarse en su interior, nacía en su pie; enseguida, esa poderosa fuerza fue recorriendo su cuerpo, sus células, sus moléculas. Su pie ya no le dolía, es más, no sentía ninguna molestia en los impactos de bala que habían sufrido su hombro y su pecho.
El rumano puso sus dedos en el cuello del detective, buscando signos de vida, aún respiraba, el hombre lo arrastró hasta la parte trasera del chalet, a un garaje lleno de olores a aceite rancio.
Manel pudo observar como el hombretón rumano buscaba un objeto, una barra de hierro que envolvió en un viejo trapo, después la elevó dispuesto a destrozarle la cabeza con ella, a terminar con la escasa vida que quedaba dentro de él.
La garganta del detective soltó un suspiro que al instante se convirtió en un desgarrador chillido que inundó todo el garaje como un tsunami arrasa una playa, el grito no era de miedo, sino todo lo contrario, era un rugido de horror, de sed de venganza, un alarido que hizo que el hombretón rumano cambiase el rictus de su rostro como si conociese el origen de aquel bramido. No tuvo tiempo a más, el cuerpo del investigador se levantó propulsado por una fuerza desconocida y descomunal, el rumano intentó golpearlo con la barra, pero su brazo fue arrancado de cuajo de sus raíces.
El hombre miró aterrado a la figura que ante él no paraba de sufrir la transformación, ya poco quedaba del investigador español, el monstruo observó con sus ojos de fuego al cazador rumano que cayó de rodillas antes de que una poderosa zarpa arrancase su cabeza del cuerpo esparciendo sangre y vísceras por toda la estancia.
El ser soltó un alarido de triunfo que rápidamente atravesó cada una de las paredes de la casa, se dobló sobre sí mismo y a cuatro patas salió del garaje en busca de su siguiente objetivo.


martes, 19 de septiembre de 2017

Los transformados

                                        

Segunda parte

Manel se apeó en la estación de trenes de Baia Mare cuando el sol comenzaba a desaparecer tras los tejados de los edificios dando paso a una fría noche invernal.
Había cogido el primer vuelo desde Madrid hasta Bucarest a primera hora de la mañana después de dormir algunas horas, aunque había tenido un sueño inquieto y lleno de pesados duermevelas que constantemente amenazaban en convertirse en pesadillas, nada de extrañar después de los acontecimientos acontecidos en el pueblo.
Isidro, como le dijo por la noche, le había tenido todo preparado en la oficina, tanto el billete del vuelo como una reserva en un hotel; aterrizó en la capital rumana al mediodía y enseguida cogió el tren que le llevaría hasta Baia Mare después de atravesar prácticamente todo el país.
Se estiró en el andén de adoquines todo lo que pudo como un niño después de la siesta, sentía cada uno de sus músculos agarrotados. Pero enseguida se acurrucó dentro de su abrigo intentando protegerse del intensísimo frío que azotaba aquella ciudad rumana.
La tierra de Drácula había quedado cientos de kilómetros atrás, pero aunque el monstruo mundialmente conocido no tuviese protagonismo en aquel lugar, Manel no las tenía todas consigo, aún mantenía dentro de sus recuerdos de una manera fresca y amenazante, las imágenes de los crímenes de la noche anterior en el pequeño pueblo a las afueras de Madrid. Todo lo que había sucedido no le hacía estar en absoluto tranquilo y mucho menos teniendo en cuenta que continuaba la pista de los dos hombres que probablemente fuesen los autores de los bestiales asesinatos.
Salió de la estación y un taxi le llevó hasta su hotel situado en un edificio de la principal plaza de Baia Mare junto a la torre Stefan; dejó su ligero equipaje y enseguida fue en busca del coche que le habrían alquilado desde la agencia a través de internet.
Había buscado Guludia durante el trayecto en tren desde Bucarest y en algunos mapas aparecía como un pequeño punto a 23 kilómetros al noreste de Baia Mare, la capital de la región de Maramures. También había descubierto que Guludia era un nombre rumano de mujer de origen germano que significaba la personificación de la batalla.
La noche ya era cerrada cuando aparcó el Skoda alquilado en las inmediaciones del hotel, cenó en un bar cercano y se encerró en su habitación. Consiguió dormir con cierta tranquilidad hasta que el despertador le sobresaltó. Eran la siete de la mañana. Desayunó en el mismo hotel y después se enfrentó al frío día que reinaba en el exterior. Subió con cierto desanimo en el viejo Skoda y condujo siguiendo las indicaciones del GPS; la nieve llenaba los campos que bordeaban la carretera, se cruzó con varias casas aisladas pintadas de color rojo que resaltaban dolorosamente contra el blanco de la nieve y el gris del cielo.
Sin que se diese cuenta, la carretera dio paso a un camino por el qué el coche apenas podía avanzar. Manel aparcó en un lateral y continuó a pie. Anduvo hasta que la senda fue desapareciendo como si fuese tragada por la maleza que bajaba de los montes cercanos.
La casa roja que parecía hecha de enormes listones de madera comenzó a dibujarse entre los árboles y los arbustos.
El detective ascendió por una loma intentado no caer de bruces ante los continuos resbalones de sus zapatos en el barro y la tierra mojada, agarrándose entre los arbustos empapados que se mezclaban en el irregular firme del suelo con los bloques de nieve congelada.
Pero peor que los resbalones y que pronto sus pies estuvieron calados hasta los huesos, era la ferviente posibilidad de que comenzase a nevar en cualquier momento.
El silencio era absoluto, tan solo roto por el ruido de sus propias pisadas sobre la tierra y la nieve. El detective enseguida notó el pegajoso sudor cubrir gran parte de su piel a pesar del frio; respiró hondo y con cierto alivio cuando la vegetación de la loma dio paso a una explanada.
Al fondo se divisaba la casa con mucha más claridad. Era una edificación de madera de dos plantas con un enorme tejado que descendía desde el cielo y que parecía querer tocar el suelo a ambos lados de las paredes laterales; en una de las alas del inmenso tejado se abrían unas ventanas de marcos negros que parecían los ojos y la nariz de un enorme ser. La casona tenía anexado otro edificio más pequeño también pintado de rojo.
A la derecha, bajo la colina, se divisaba como una postal de navidad un pequeño pueblo que no podía ser otro que Gudulia, algún animal que en la distancia parecía un cansado caballo de largo pelambre, arrastraba un carro de madera de dos ruedas entre charcos y barro.
La tranquilidad ante la casa roja era absoluta. Una tranquilidad que a Manel comenzó a ponerle los pelos de punta.
No había ningún vehículo, ningún animal. No parecía haber nadie.
El investigador se acercó como si la casa fuese un gigantesco monstruo a punto de saltar sobre él. Cada paso que le acercaba a la casa era como si sus piernas fuesen aumentando varios kilos de peso.
La puerta principal, de una madera marrón y desgastada por años sin pintar, le observó amenazadoramente. Manel desvió su camino y rodeó la casa por un lateral, el edificio anexo parecía un garaje y una puerta bailaba sujetada tan solo por una cuerda atada al marco. El detective se asomó por la ranura con todo el cuidado que pudo. Todo era oscuridad. Y silencio. Sus dedos temblorosos agarraron la cuerda que se desató con suma facilidad.
La puerta del garaje se abrió con un lastimoso quejido.
Manel la sujetó de inmediato temeroso de que alguien pudiese escuchar el silbante ruido de las oxidadas y viejas bisagras. Pero nadie apareció. Terminó de abrir la puerta con cuidado de que no volviese a chirriar.
Era un garaje, sin duda, el olor a aceite quemado y a gasolina impregnaba el ambiente, algunas ruedas viejas colgadas de ganchos de hierro adornaban las negras paredes. La estancia estaba envuelta en una rancia oscuridad, pero la gris claridad del día que penetraba por la puerta dibujaba los contornos de los rincones llenos de estanterías. El olor a polvo y humedad eran notorios mezclándose con el de gasolina y aceite. Al fondo se dibujaba el perfil de otra puerta. Manel caminó atravesando el garaje hasta llegar a la puerta, agarró el picaporte y la vieja hoja de madera se abrió sin ninguna dificultad.
El detective se enfrentó a un interminable pasillo repleto de oscuridad y algunos claros de luz procedente de ventanas invisibles. Comenzó a caminar, enseguida, a la derecha apareció une enorme hall con unas escaleras que conducían al piso superior. Continuó andando dejando el vestíbulo atrás, todas las puertas que daban al pasillo estaban abiertas dejando al descubierto las habitaciones que intentaban proteger, pasó lentamente por la puerta de la cocina presidida por una vieja mesa de madera y una placa de leña, unos pasos más adelante se abría una enorme sala de estar invadida por la luz del día gris que entraba por un enorme ventanal, amueblada tan solo por un sillón rojo y desgastado y una vieja mesa de madera.
El resto de las habitaciones estaban prácticamente vacías. Al fondo del pasillo comenzaron a dibujarse unas tortuosas líneas, Manel avanzó indeciso, las líneas comenzaron a dar nítida forma a una escalera de caracol, estrecha y que se adentraba en una apertura del techo del pasillo sumergiéndose en una oscuridad absoluta.
Manel echó una inquieta mirada hacia atrás y comenzó a subir, los peldaños emitían pequeños quejidos a cada paso que daba. Encendió la linterna de su móvil justo cuando su cabeza empezó a perderse en la oscuridad, el haz de luz llenó de sombras un interminable desván, pero lo que más inquietó al investigador, fue el desagradable olor, como a animal muerto.
Una de las sombras se movió pesadamente a unos cuantos metros seguida de un ruido rasposo. Al fondo.
Un gruñido. Había sido el gruñido de algún animal.
Entonces, el detective identificó el desagradable olor que aspiraba en aquel momento con el qué había percibido en la casa de los rumanos en el pueblo a las afueras de Madrid.
El gruñido volvió a atravesar el desván. Allí había algo. Y Manel tuvo claro que no era ninguna persona. Sintió como el nauseabundo olor entraba en su nariz, como lo envolvía como si quisiese devorarlo. Notó como una desagradable arcada subía por su garganta, pero no tuvo tiempo para sentirse mal, al menos físicamente, porque la sombra había comenzado a moverse. Avanzaba hacia él.
Comenzó a bajar las escaleras todo lo rápido que podía, tenía claro que debía de escapar, su pie resbaló y su cuerpo hizo un extraño a punto de caer rodando por las escaleras de caracol. Pero mantuvo el equilibrio. El pasillo volvió a extenderse ante él; el investigador se alejó de la escalera, por un momento tuvo la certeza de que la sombra comenzaba a bajar. El final del corredor se alejaba a cada paso que daba. El nuevo gruñido acarició su espalda. Manel no miraba atrás, tan solo quería terminar de recorrer aquel maldito pasillo.
Atravesó el hall y por fin salió al garaje, el ruido de un motor y el de la tierra quebrarse bajo el peso de unas ruedas, le hizo parar en seco, por un momento se olvidó de la sombra que le perseguía, si es que realmente le había perseguido y no había sido producto de su miedo. Corrió precipitadamente hacia la salida atravesando el garaje, un todoterreno que parecía salido de una de las películas de Mad Max se abría paso renqueante por descampado entre la nieve y los arbustos.
Manel volvió a colocar la cuerda sujetando la puerta y corrió a esconderse fuera de la casa. Observó al vehículo recién llegado como se detenía ante la puerta del garaje y bajaban los dos hombres rumanos a los que había perseguido en España, uno de ellos, el que había llevado su brazo bailando como si estuviese separado de su hombro, ahora lo llevaba en cabestrillo. Se relajó y una agradable satisfacción hinchó su pecho. Había vuelto a localizar a los hombres y eso era un éxito. Observó como los dos individuos introducían el vehículo en el garaje, después esperó algún nuevo movimiento. Pasaron dos horas, tres. La claridad del día gris comenzó a rendirse ante la proximidad de la noche.
Envuelto en un frio que comenzaba a atenazar cada uno de sus huesos, Manel se alejó en busca de su coche, no podía pasar la noche allí, eso lo tenía claro. Regresó a la ciudad con sus pensamientos dando vueltas en un sinfín de posibilidades, todo ello cubierto en una palpitante preocupación que agarrotaba sus músculos y sus órganos más vitales.
El detective sabía que esa sensación que estaba experimentando era miedo, miedo a los acontecimientos que habían sucedido en el pueblo de las afueras de Madrid y a la sobrecogedora experiencia sufrida en el casón rojo, su mente racional se negaba a aceptarlo, pero algo dentro de su razonamiento lo asociaba a un hecho sobrenatural, esos hombres rumanos eran una especie de monstruos.
En Rumania hay personas que se convierten en perros.
Paseó por las bohemias calles de la preciosa ciudad rumana tomando copas en los distintos bares por los que pasaba, necesitaba que el alcohol le ayudase a asimilar todos los últimos sucesos. Después de que su mente se encontrase más animada, telefoneó a Isidro para informarle que había vuelto a localizar a los hombres.
Necesito un arma soltó Manel de improvisto después de contar a su jefe todo lo sucedido en el caserón rojo cercano a Gudulia intentado pasar de puntillas por el hecho de que una sombra salida del desván le había perseguido por el pasillo, aún mantenía la posibilidad dentro de él de que solo hubiese sido producto de su imaginación acuciada por el miedo.
Te conseguiré una pistola contestó Isidro tras un breve silencio, conozco a un rumano, un delincuente común que regenta un piso de prostitutas y que me debe varios favores, ah y recuerda, no intentes hacerte el valiente bajo ningún concepto, solo vigílales.
 Cortaron la comunicación sin que ninguno de los dos pronunciase palabra alguna de despedida. Manel se dirigió al hotel y volvió a poner el despertador a las siete de la mañana. Cuando despertó, una capa blanca cubría las calles de Baia Mare. Enseguida recibió el mensaje de Isidro, en una hora, alguien le proporcionaría un arma en una calle cercana a la plaza mayor.
Un viejo con boina y con una cara llena de infinitas arrugas era la única persona que poblaba el callejón cuando el detective llegó. El detective le miró con curiosidad y con desconfianza. El hombre, como si despertase de un sueño de mil horas, pronunció unas palabras en rumano y le dio un paquete, después se puso a andar y desapareció por una de las esquinas del callejón.
Manel ocultó lo mejor que pudo el revólver en uno de los bolsillos de su abrigo. Buscó nuevamente el Skoda y condujo por la misma carretera que el día anterior, pero esta vez, la nieve era mucho más abundante, había tramos de la carretera que estaban completamente abnegados, por un momento, el detective temió quedarse atrapado en medio de la nada en aquella tierra totalmente desconocida.
Por fin pudo llegar a las cercanías de Gudulia después de un viaje interminable, no reconocía donde había dejado el coche la vez anterior, pero la visión del pueblo bajo la colina le orientó; anduvo entre los arboles hasta que la casa roja se alzó ante él como si quisiese decirle algo.
El día parecía querer irse pronto acuciado por un cielo totalmente encapotado, oscuro y gris. Pero al menos, había dejado de nevar. Manel se acurrucó en su abrigo, desde luego, la cita para recoger la pistola y el tortuoso viaje en coche entre la nieve le habían hecho retrasarse más de lo previsto.
Pero ya que estaba allí debía de continuar con su trabajo, averiguar algo de los hombres rumanos y volverse a España cuanto antes. Comenzó a andar en dirección al caserón. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Metió la mano en el bolsillo y aferró con fuerza el mango de la pistola como si aquel gesto fuese a protegerle de lo que allí pudiese sucederle.
Su corazón dejó de latir durante un tiempo que a Manel le pareció una eternidad, sabía que era terror lo que estaba sintiendo en aquel momento, su mano temblorosa buscó la pared de madera de la casa para apoyarse y no caer al suelo.
Nunca había visto un fantasma. Una aparición. Un espíritu.
Pero las dos figuras que se recortaban en la grisácea oscuridad de la tarde, avanzaban con la lentitud de dos espectros envueltos en capas oscuras que se arrastraban por el suelo del camino.
Se dirigían a la puerta principal de la casa.
Cuando por fin pudo apreciar que los espectros eran en realidad dos mujeres mayores, dos ancianas, que caminaban con las molestias propias que los viejos huesos de sus extremidades pudiesen arrastrar, Manel pudo sentir como su corazón volvía a latir de una manera próxima a lo normal.
Alguien les abrió la puerta y las dos mujeres entraron en el edificio.
Los primeros copos que comenzaron a caer con una cansina lentitud terminaron de fulminar la última claridad de la tarde gris. La oscuridad se hizo de inmediato.
Manel corrió al lateral de la casa donde estaba el garaje por el que había penetrado en la vivienda el día anterior. La puerta estaba cerrada, la cuerda que sujetaba la cerradura al marco había desaparecido y la hoja estaba perfectamente encajada, el investigador asió el picaporte, pero la puerta no cedió.
Rodeó el edificio. En la parte trasera se elevaba una escalera de incendios que en la oscuridad se dibujaba como una negra y gigantesca serpiente que estuviese raptando por la pared de madera. Comenzó a subir los peldaños que segundo a segundo se convertían en pequeñas plataformas totalmente resbaladizas debido a la nieve que ya caía con meridiana intensidad. El frio de los pasamanos penetraba en sus dedos a pesar de sus guantes. La escalera moría en un pequeño descansillo. La puerta camuflada en la pared de madera y que no sostenía ningún picaporte, estaba cerrada. Manel sacó sus ganzúas y hurgó en la cerradura hasta que un chasquido abrió la puerta.
Una bocanada de aire rancio impregnado de un pegajoso olor a cera, cruzó el rostro del investigador y terminó perdiéndose en el frío de la noche. La oscuridad era casi absoluta dentro de la casa. Manel sacó la pistola y apuntó a la negrura. Tan solo tenía que vigilar a los rumanos, pero en aquel momento, ni tan siquiera sabía si los hombres se encontraban allí. Se volvió a preguntar quienes serían realmente aquellos individuos, por supuesto que él no creía en fenómenos sobrenaturales ni paranormales, pero los últimos acontecimientos habían avivado sus sentimientos receptivos.
En Rumania hay personas que se convierten en perros.
Aquel caso era para la policía, había habido asesinatos, y él se encontraba allí, en un país desconocido en el interior de una tétrica casa roja. El investigador intentó concentrarse. Una tenue luz iluminaba una pequeña porción del suelo dos metros a su izquierda, donde se apreciaban los listones de madera vieja y carcomida por los años por falta de un adecentado mantenimiento. La luminosidad provenía de un hueco donde se agarraban dos brazos de hierro.
Manel adivinó enseguida que era el agujero por el qué ascendía la escalera de caracol por donde había asomado su cabeza el día anterior. Recordó con un nuevo escalofrío la sombra que se había movido en la oscuridad y supuestamente le siguió por el pasillo.
Un murmullo comenzó a escapar de la negrura que se extendía ante él como si fuesen los ecos de un coliseo lleno de gente donde se celebraba un gran evento deportivo.
El suelo de madera comenzó a crujir cuando dio los primeros pasos. Unos pequeños puntos de luz comenzaron a temblar en la oscuridad. Manel intentó aguantar la pistola con fuerza, pero el arma tembló en su mano.
La escena comenzó a presentarse con más claridad. Los personajes estaban rodeados de grandes velas cuyas llamas amarillas parecían bailar al son de alguna melodía. La chica estaba en el centro, atada de sus muñecas que elevaban sus brazos hacia el negro techo, tan solo estaba cubierta por unas minúsculas bragas, sus pechos pequeños permanecían tensos como si tirasen de ellos unas manos invisibles.
La joven sonreía. Era ella, la guapa morena a la que había perseguido por el pueblo de Madrid y la misma que había dejado en manos del malogrado becario antes de que le destrozasen el cuello, la misma joven que se habían llevado los dos ogros rumanos ante sus narices.
Manel sintió un escalofrío que hizo que sus piernas temblaran y amenazaran con doblarse y hacerle caer allí mismo.
Los dos rumanos estaba quietos, expectantes mirando a la chica, sus rostros distorsionados por la luz de las velas parecían los de auténticos monstruos llegados del mismísimo averno.
Las dos viejas que el investigador había visto como fantasmas llegar a la casa, estaban frente a la joven. Una de ellas mantenía sus manos juntas en un gesto de oración y la otra sujetaba en su mano una extraña pieza que relucía como la plata. La mujer dirigió su mano con el objeto hacia el cuerpo de la chica. Era un cuchillo, la iban a matar.
Algo dentro de Manel actuó bajo un impulso desconocido.
¡Alto! gritó.
En aquel mismo momento, un grito que indudablemente procedía de la garganta de la muchacha atravesó toda la estancia, algunas velas se apagaron. El aullido no era de terror, en absoluto, uno de los hombres se fijó entonces en Manel e hizo un intento de ir hacia él, pero su compañero le sujetó.
La vieja de los rezos continuó murmurando mientras la otra mujer continuaba con su misión.
Alto o disparo repitió el investigador.
El cuchillo, o lo que fuese aquel artilugio, tembló en la rugosa mano de la anciana.
Entonces, el infierno se desató en el desván de aquel caserón rojo del norte de Rumania.
La joven comenzó a bambolearse antes de que la vieja completase su cometido, una de sus piernas se izó dando una patada en el rostro de la mujer, la cabeza se separó del cuerpo con una facilidad que Manel pensó tontamente que apenas había estado sujeta al cuerpo. Pero lo más curioso, era como su rostro, todo su cuerpo en conjunto iba cambiando, se iba transformando.
Los dos hombretones rumanos se movieron en torpes gestos tratando de coger a la chica, de sujetarla, pero ya era tarde. Los grilletes que ataban sus muñecas saltaron por los aires y la joven, que ya tenía el aspecto de otra cosa, un animal mezcla de perro y de mono, pensó Manel, voló sobre uno de ellos, el chorro que se elevó de su cuello como un geiser se pudo ver en la penumbra con meridiana claridad.
El hombre cayó como un pesado bulto sobre el suelo de madera. El estruendo recorrió el perímetro como el radio de acción de una bomba.
Todas las velas terminaron de apagarse. La oscuridad se hizo absoluta y un desconcertante y aterrador silencio fue tomando posición hasta que un nuevo alarido estalló en medio de ese silencio, pero esta vez más suave, como si estuviese decidiendo su siguiente movimiento
La mujer de los rezos continuaba en su misión hasta que sus palabras se cortaron en seco como segadas por una enorme guadaña.
Se escuchó como un nuevo bulto caía contra el suelo.
Un gruñido continuo, rasposo y que ponía los pelos de punta, comenzó a avanzar por la oscuridad, la sombra empezó a tomar forma a unos metros del investigador.
Manel giró sobre sí mismo dispuesto a huir de aquel lugar. La pistola cayó de su mano. Comenzó a correr. La puerta se había cerrado, por lo qué le resultó difícil saber si iba en la dirección correcta. No sabía la distancia exacta que quedaba para llegar a la pared de madera hasta que se dio de bruces contra ella. De su garganta se escapó un grito de dolor, pero sus labios apretados impidieron que el quejido escapase de su boca. Apenas prestó atención al dolor que era intenso en su nariz y sus labios, la sombra pasó por su lado como una exhalación y su garganta se llenó de su sabor, un sabor a antiguo, a podrido por el tiempo, pero a su vez, a algo vivo que había regresado de la más recóndita oscuridad.
Manel se puso las manos en la cabeza para protegerse de aquel ser que tan solo estaba a unos centímetros de él, sintió su diabólica presencia, el resonar de su respiración que expulsaba fragmentos de desechos de sus negros pulmones. El investigador sintió la muerte a tan solo unos pocos centímetros, un fin cruel y sangriento.
Sonó un golpe como si raspasen una enorme pieza de carne con un enorme cuchillo de carnicero. El alarido fue mucho más estridente que los anteriores. Manel se tapó los oídos y cuando el aullido se suavizó, se arrastró por el suelo avanzando a gatas como un perro al que acaban de dar una patada y quiere alejarse inmediatamente del lugar. Buscó su móvil, su mano temblaba como si estuviese poseída, pero encontró el aparato y accionó la linterna sin que milagrosamente cayese al suelo. La puerta se recortaba a tan solo dos metros a su derecha.
Escuchó un grito, esta vez mucho más humano, mezclado con un nuevo alarido de la bestia. Como si estuviesen librando una batalla. El investigador se detuvo a los pies de la puerta, se puso en pie y tiró del pequeño pestillo, la hoja se abrió dejando pasar de nuevo la intensa frescura de la noche. Salió al exterior y bajó corriendo los escalones.
No quería mirar atrás, pero lo hizo. La puerta de madera voló por los aires y pudo ver la figura recortarse contra las paredes rojas del caserón, en aquel momento teñidas de una negra oscuridad. Sintió su mirada, su cruel y diabólica mirada desde lo alto del descansillo.
Manel ya no dudaba de que aquella cosa fuera la joven.
En Rumania algunas personas se convierten en perros.
El ser, mitad perro mitad simio, saltó hasta el suelo como si los cuatro metros que le separaban de él apenas fuesen insignificantes centímetros. Soltó un nuevo gruñido y su pestilente aliento recorrió la noche hasta que Manel pudo olerlo nuevamente. Salió corriendo, aunque sabía que estaba perdido. Sintió como si su pie y su tobillo fuesen aplastados por miles de bloques de hormigón. El detective soltó un alarido de dolor a la vez que caía al suelo. Se revolvió gimiendo y aguantando como un insoportable pinchazo taladraba su pie.
Se giró en el suelo y su mirada se encontró con los ojos del monstruo. Unas pupilas rojas que resaltaban en la noche como dos ascuas candentes que le miraban desde un rostro de perro que parecía sonreír.
Manel cerró los ojos.
Entonces escuchó, como lo había oído en el interior de la casa, como si cortasen una enorme pieza de carne. La tierra tembló bajo su cuerpo ante el terrorífico alarido. Esperó unos segundos sin que nada sucediese. Abrió sus ojos. A unos pocos metros, el bulto permanecía inmóvil. El hombre rumano superviviente y que no era otro que el que había llevado su brazo dislocado en el pueblo de las afueras de Madrid, permanecía a su lado.
Por unos segundos sus miradas se cruzaron.
Vete dijo el rumano en perfecto español, después, sus manos agarraron el cuerpo inerte de la bestia y tiró de él arrastrándolo hacia la casa.
El detective intentó levantarse, miró su pie, una mancha roja y caliente cubría su pantalón y su calcetín, sentía el calor de la sangre, pero el dolor parecía haber remitido rápidamente.
Claro que se iba a ir de allí. Se apoyó en un trozo de madera como si fuese un bastón y se levantó. Parecía que la herida de su pie no era tan grave a pesar de la aparatosa sangre; cojeando se puso en marcha en busca de su coche adentrándose en la oscuridad del camino y con una angustiosa sensación de terror invadiendo todas y cada una de las células de su cuerpo.