viernes, 28 de marzo de 2014

La princesa rusa XVII


                           Conversaciones telefónicas


El hombre de color estaba de pie en la amplia cocina del chalet, mirando a través de los ventanales al joven y luminoso día que bañaba de luz y brillantes reflejos el césped y las flores del bien cuidado jardín que rodeaba todo el edificio.

Apuró el último trago de su zumo de naranja natural y dejó el vaso sobre la encimera de roble, mientras que con la otra mano continuaba sujetando, pegado a su oreja, el teléfono inalámbrico, sin hablar, esperando a que alguien lo hiciese al otro lado de la línea.

Hacía poco más de media hora que se había levantado de la cama y tan sólo llevaba puestas unas finas bermudas de color blanco que dejaban contemplar con generosidad su atlético y fibroso cuerpo de color marrón claro.

-¿Fredo? -escuchó el colombiano a través del auricular.

-Don Ignacio, si soy Fredo. Me alegro enormemente de volver a escucharle.

-Yo también Fredo, yo también. ¿Está todo solucionado? -preguntó el viejo capo.

Fredo nunca se ponía nervioso, en su trabajo estaba prohibido ponerse nervioso. Nunca, salvo cuando escuchaba aquel tono en la voz del viejo.

-Han surgido complicaciones don Ignacio, la chica no estaba en el piso.

-¿No estaba? ¿Es que sabía que la buscabas? No era eso lo que yo escuché -dijo el anciano tranquilamente.

El fibroso colombiano guardó silencio. Pocas veces había fallado en los encargos del narcotraficante y cuando erró, tampoco fueron excesivos los problemas con él, teniendo en cuenta que eran muchos más los trabajos bien hechos.

Pero aquella vez era distinto. El hijo pequeño del viejo había sido asesinado y él había sido encargado de llevar a cabo la venganza, algo tan importante para aquellos todopoderosos dioses del crimen. Sobre todo para los capos religiosos. Y don Ignacio era ante todo, un hombre sumamente creyente.

-¿Acaso esa joven es agente de la KGB y posee dotes para resbalarse entre los dedos de un experimentado cazador? -continuó diciendo don Ignacio con voz firme y penetrante a pesar de su avanzada edad.

Fredo intentó ignorar aquel tono del viejo.

-Ha sido un lamentable error don Ignacio, uno de los rusos estaba medio muerto y logró escapar, no sé cómo pudo hacerlo, pero fue capaz de avisar a la chica y ahora va a ser un poco más complicado localizarla. Esta es una ciudad muy grande y en constante movimiento y...

-¿Qué quieres decir? -interrumpió el viejo secamente-. Ramón era mi hijo, Fredo. Quizá era un joven alocado, pero era mi hijo y esa joven no calmará mi dolor por su perdida, no, pero lo aliviará enormemente. Té lo aseguro.

Fredo se movió inquieto y salió de la cocina con el teléfono pegado a la oreja.

-¿Es por dinero, Fredo? -preguntó secamente el capo. Su voz era tremendamente tranquila, sin ningún acento, adaptable a cualquier zona del mundo, pero sabiendo el que la escuchaba, que aquella voz podía entramar mucho peligro.

-No don Ignacio, usted sabe que no es eso...

-Entonces -volvió a interrumpir don Ignacio-, si esa joven es verdaderamente la hija del ruso, encuéntrala. Sé que eres capaz de hacerlo.

Fredo no pudo contestar porque la llamada quedo interrumpida. El viejo había colgado.

Tendría que encontrar a la putita y matarla. Iba a ser difícil, el dispositivo de búsqueda puesto por Daniel, increíblemente no parecía dar resultado, lo que daba la razón a la tesis del pistolero de que la mayoría de aquellos jovenzuelos aspirantes a asesinos, sólo eran una pandilla de golfos que sólo pensaban en follar, en bailar y en tomar; quizá la chica estuviese ya fuera de Madrid, pero debía de hacer un último intento, tenía muchas puertas abiertas en aquella ciudad, y tenía aún algunas posibilidades de encontrar alguna pista que le permitiese seguir el rastro de la joven rusa, aunque ya no estuviese en la ciudad.

No le quedaba más remedio que hacer lo imposible por encontrarla, si se negaba tendría que vérselas con el viejo. No le tenía miedo, pero sabía que si no la encontraba no podría volver a Colombia nunca más, amén de ser perseguido por medio mundo. Y por el otro medio también. El mismo había presenciado como los secuaces de don Ignacio habían enterrado vivo en los terrenos de las interminables fincas del capo, a más de una persona por haberle traicionado.

De todas formas, todo su trabajo era arriesgado y don Ignacio le pagaba muy bien. Buscaría a la rusa y empezaría a trabajar en aquel mismo instante. Si la quería encontrar, cuanto antes actuase, más posibilidades tenia de hacerlo.

Tendría que hacer uso de uno de los contactos que podría entrañarle un considerable riesgo, pero que más le podría ayudar en las circunstancias actuales.

Marcó un nuevo número en el teléfono inalámbrico y esperó una contestación. Contestó una voz de mujer con la que ya había hablado otras veces y enseguida la reconoció. Era la mujer de Antonio, “la sufrida mujer de Antonio” se dijo, y por un momento, el colombiano pensó si aquella mujer estaría enterada de los devaneos de su esposo, aunque claro estaba, eso le traía absolutamente sin cuidado.

-Por favor, ¿puedo hablar con Antonio? -preguntó Fredo muy cortésmente.

-Se encuentra trabajando, ¿qué desea? -preguntó la mujer.

Fredo ya había supuesto una respuesta como aquella. No podía llamar a Antonio al trabajo, pero su mujer si podía hacerlo y darle el aviso de que se pusiese en contacto con él cuanto antes.

-Soy Alfredo señora, desearía hablar con su marido -sabía que aquella mujer tenía la orden de su marido de que si recibía su llamada, le avisase cuanto antes-, ¿no podría darle mi aviso?

-¿Alfredo? Si claro, yo le avisaré en unos momentos -dijo la mujer tras un breve silencio.

-Se lo agradezco enormemente señora -dijo Fredo y colgó el teléfono.

El colombiano se dirigió a una de las habitaciones del chalet, equipada con toda clase de modernos artilugios de gimnasia y de inmediato, se puso a utilizarlos.

El sonido melódico de un teléfono interrumpió su sesión de gimnasia. Esta vez fue su móvil el que sonó. Llevaba algo más de una hora realizando intensos ejercicios de musculación y todo su cuerpo estaba empapado en sudor. Se levantó del banco de pesas y después de limpiarse la cara y las manos con una toalla, cogió el teléfono móvil.

-¿Quién es? -preguntó con su voz colombiana y sin atisbos de la menor fatiga.

-Alfredo, ¿cómo estás hombre? -dijo una voz masculina muy alegremente al otro lado de la línea.

-¿Antonio? ¿Qué tal amigo? ¿Cómo te va la vida? -preguntó con supuesta voz interesada. Realmente le daba igual como fuese la vida de aquel tipejo, si no fuese porque era uno de sus más rentables y serviciales contactos en Madrid.

-Bien, muy bien. Otra vez en España ¿eh?

-Ya ves, tienes un país encantador que hay que visitar a menudo -el hombre de color hizo una pausa-. Oye Antonio, tengo necesidades en cierto asunto.

-Bueno, sabes que no hay problema, para mí es un placer ayudarte siempre que esté a mi alcance, claro -dijo soltando una risotada.

“La buena cantidad de plata, ese es el placer para todos nosotros” pensó con ironía Fredo.

-Pues cuando puedas pasas por mi casa y té pongo al corriente.

-Esta tarde -dijo Antonio-, si té parece esta misma tarde.

-Perfecto. Anota la dirección, esta vez me hospedo en una nueva casa.

-Marchamos bien ¿eh? -soltó Antonio mientras apuntaba la dirección que el negro le decía a través del teléfono-. Muy bien, pues hasta esta tarde, mi querido amigo Alfredo.

-Hasta esta tarde Antonio. ¡Ah! Ya sabes, dile a la señora que te retrasaras. Adiós.

Fredo apretó la tecla de fin de llamada y volvió a realizar dos nuevas llamadas haciendo sendos encargos para la tarde-noche. Después dejó el teléfono sobre uno de los muebles del gimnasio, cogió una botella de agua, dio un largo trago y se dirigió directamente al gran dormitorio.

Sobre la ancha cama yacía una guapa mujer que dormía silenciosamente. La joven, que probablemente no pasaría de los 22 o 23 años, se encontraba desnuda, arropada parcialmente por una fina sábana estampada. Fredo, aún con gran parte de su cuerpo cubierto en sudor, se acercó a la cama y se quitó las bermudas quedando completamente desnudo, se inclinó sobre la joven y tiró de la sábana dejándola caer al suelo, poniendo al descubierto todo el moreno y anguloso cuerpo de la mujer. El hombre comenzó a recorrer lentamente la suave piel con su boca y sus manos y cuando su lengua alcanzó el relieve del pubis femenino, la chica empezó a despertar lentamente, y poniendo sus manos sobre la cabeza del hombre, le preguntó muy somnolientamente que hora era con una acento armonioso e increíblemente lleno de dulzura, que delataba su origen latino.

-Las diez y media y es hora de despertarse -intentó decir el hombre con ternura. No le importaba si aquella mujer tenía sueño, no la había invitado a cenar en un caro restaurante y la había llevado con él para que durmiese. Todavía tenía unas cuantas horas por delante para poder disfrutar del excitante cuerpo de aquella bella hembra. Abrió ligeramente las piernas de la mujer y colocándose sobre ella, la poseyó despacio, comenzando a moverse lenta, pero vigorosamente.

martes, 18 de marzo de 2014

La princesa rusa XVI

               
                               La mujer del mecánico


Fernando terminó de desayunar y volvió a su habitación a recoger las llaves del taller. Todo estaba en silencio. Su hija de ocho años dormía en la habitación contigua a la suya y su mujer en otra un poco mas retirada, la de matrimonio.

Todavía quedaba tiempo para que se levantasen y su mujer llevase a la niña al colegio recién estrenado.

Bajó a la planta baja donde tenía el taller y enseguida se puso a trabajar. Quedaba algo más de dos horas para las nueve, a esa hora abría todos los días la puerta exterior del taller al público. Adoraba su trabajo de mecánico de coches y estaba orgullosísimo de haber podido abrir aquel pequeño taller que le daba sobradamente para comer a él y a su familia. Su trabajo y su hija eran sus auténticas pasiones.

El tiempo transcurría volando cuando estaba entre los coches y debían de ser cerca de las nueve porque su hija apareció repentinamente y saltó sobre su cuello para darle un beso. Fernando le devolvió el beso lleno de alegría diciéndola que se iba a manchar de grasa, la niña enseguida, volvió a subir a la casa donde con toda seguridad, su madre ya estaría preparada para llevarla al colegio.

Apenas hablaba ya con su mujer, sólo lo necesario y principalmente sobre la niña, y desde hacía ya algunos meses, ya muchos, ni siquiera dormía con ella. Todo había terminado aunque seguían viviendo en la misma casa. No sabía cuánto tiempo podría durar aquella situación, pero beneficiaba a la niña y ellos dos lo aguantaban, gracias al pacto que había surgido entre ambos, sin apenas palabras y sin ninguna firma. Él le daba una buena cantidad de dinero todos los meses para la manutención de los tres y ella, continuaba haciendo las tareas del hogar como si tal cosa. Era gracioso, parecía como si hubiese pasado de ser su mujer, a ser su empleada del hogar. Fernando pensaba que su mujer aceptaba aquel pacto sin papeles, por miedo a enfrentarse ella sola a la vida; desde que se casaron no había trabajado en nada y se había amoldado perfectamente a que él administrase todos los ingresos que les proporcionaba su sueldo de mecánico primero y más tarde el taller. Ahora ella tenía treinta y cinco años y muy pocas salidas e ilusiones para ganarse la vida. Ella era sin duda la que más estaba sufriendo con aquella situación y él se consideraba culpable, si culpable era haber dejado de sentir por ella, lo que sintió hacia ya muchísimos años y que poco a poco, se había ido apagando irremediablemente.

A las nueve y cinco llego José, su empleado de confianza y nuca mejor dicho, porque José con 26 años, era una persona completamente responsable como se lo había demostrado en el tiempo que llevaba trabajando para él, haciéndose cargo incluso del taller cuando Fernando tenía que ausentarse por cualquier circunstancia. Además, pronto se iba a convertir en un fenomenal mecánico.

La mañana transcurrió con normalidad, igual que otras muchas en las que Fernando y José trabajaban poniendo toda su ilusión y su capacidad en reparar los automóviles que la gente dejaba en el taller depositando su confianza en ellos.

Fernando colgó el teléfono después de atender la llamada de un cliente y se disponía a salir del pequeño cuarto acristalado, construido en un rincón del taller y que hacía las veces de oficina, cuando sonó la musiquilla del móvil situado en la mesa escritorio, junto al teléfono fijo. El mecánico cogió el aparato.

-¿Dígame?

-¿Fernando? -pronunció una titubeante y dulce voz femenina al otro lado de la línea telefónica-. ¿Puedo hablar con Fernando?

Fernando quedó momentáneamente sorprendido al escuchar la suave, bonita y algo temblorosa voz que como una fresca, agradable y efímera brisa de verano en medio del sofocante calor, pareció traerle gratos e inolvidables recuerdos, pero enseguida salió de su pequeño atolondramiento y dedujo que se trataría de una joven mujer a la que algún conocido había dado el número de su móvil y que querría saber cuándo podría llevar su vehículo a reparar.

-Yo soy Fernando, ¿en qué puedo ayudarla? -preguntó con su voz fina y chillona.

-Hola Fernando, soy Sofía, no sé si me recordarás -dijo la voz muy pausadamente, intentando controlar los invisibles nervios-. Estuviste tomando unas copas en... en el lugar donde yo trabajaba.

A Fernando se le aceleró el pulso de una manera incontrolable y notó como un sofocante y repentino calor invadía todo su cuerpo. Sofía. Claro que la recordaba. Desde que la vio por primera vez a mediados de agosto en aquel club de Madrid, había pensado en ella en muchas ocasiones. Aquella preciosa y tierna rusa... Había ido a aquel sitio de casualidad, invitado por un conocido al que reparó su coche de manera óptima. Le contó que en aquel sitio solo se veían jóvenes preciosidades, y tenía razón. Una gran cantidad de chicas jóvenes y guapas poblaban aquel lugar, pero cuando Sofía se acercó a él, ya no se fijó en ninguna mas, pues además de ser guapísima y tener un cuerpo de vicio, parecía ser un encanto de persona a pesar de que en algunos momentos parecía estar triste y en algún otro lugar muy lejos de allí.

En principio no pensaba volver por aquel lugar que le pillaba bastantes lejos de su casa y tenía muchos clubs bastante más cerca donde, aunque quizá no tanto, también había atractivas mujeres. Pero no pudo resistir la tentación de volver a aquel sitio, exclusivamente para ver de nuevo a Sofía y poder abrazar y besar aquella suave y tersa piel, sentir la proximidad de aquel cálido cuerpo llegado de la gélida Rusia y..., fue fantástico hacer el amor con ella, poder poseer aquel excitante cuerpo, sentirse dentro de aquella maravillosa joven. Claro que la recordaba e incluso tenía en mente volver a visitar el chalet donde trabajaba.

De lo que no se acordaba era de haberle dado su número de teléfono, pero no le extrañó, porque pensaba que cuando estaba al lado de aquella mujer y en combinación con los cubatas que hubiese tomado, le hubiese dado cualquier cosa que ella le hubiese pedido sin la más mínima objeción.

Pero desde luego nunca hubiese imaginado que le llamaría.

Intentó calmar su estado de ansiedad y de excitación provocado por la inesperada y regocijante llamada de la chica rusa.

-Claro que té recuerdo Sofía, aunque me ha pillado desprevenido tu llamada. No la esperaba -dijo con una mezcla de nervios y alegría-, pero bueno, ¿cómo estás?

-Bien, muchas gracias -Fernando no pudo ver la preciosa y angustiosa sonrisa que se dibujo en los labios de Sofía, en ese momento algo más tranquila-. Bueno, bien del todo... Regular, necesito ayuda de alguien. Por eso te llamo.

Fernando guardó silencio. No esperaba aquello. Se había hecho la ilusión de que aquella joven le llamaba porque añoraba su compañía y tenía ganas de volver a verle, esta vez fuera del club. Se había imaginado en muy pocos, pero agradables segundos, como sería su vida en compañía de aquella preciosa joven. Pero le pedía ayuda, ¿qué clase de ayuda? Seguramente dinero. Desde luego podía desear mucho a la joven y cuando la tuvo entre sus brazos, sin duda hubiese hecho cualquier cosa por ella. Pero ahora, tan solo escuchando su voz por teléfono, no se iba a dejar exprimir por una puta, porque al fin y al cabo eso era, una prostituta.

-¿Fernando? -sonó la voz de la joven con cierta inquietud.

-Sí, y en qué té puedo ayudar.

Sofía inmediatamente notó que la voz del hombre se había hecho más tosca y áspera sin entender mucho el porqué. Se sintió aún más abatida y desconsolada. Pensó en colgar el teléfono e irse directamente a un bar a tomarse algún combinado de whisky.

-Tengo que ir a Barcelona -continuó tristemente convencida de que estaba perdiendo el tiempo-, pero apenas conozco Madrid, sus normas y como salir de aquí; necesito saber cómo se puede viajar hasta allí... Pensé que tú me podrías informar.

No quería su dinero. Fernando se volvió a alegrar de que la joven se hubiese acordado de él. Aunque ya no la podría ver más. Se iba de Madrid. A Barcelona... Se quedó sin saber muy bien que decir e intentó improvisar rápidamente, aunque habló más con el corazón.

-Te vas. Entonces no té volveré a ver.

Sofía no pudo evitar volver a sonreír.

-Quiero empezar una nueva vida trabajando en otra cosa, lejos de aquí.

-Aquí en Madrid hay un montón de cosas que podrías hacer que no fuese, bueno lo que hacías hasta ahora -sugirió Fernando.

Sofía permaneció indecisa, pensando que aquella conversación no iba por donde ella hubiese deseado.

-Tal vez, pero aquí hay personas que no me gustaría volver a ver nunca y que ellas no me vuelvan a ver a mi -dijo sin saber si sería bueno decir aquellas cosas al hombre que tenia al otro lado del teléfono-. Me han hablado que Barcelona es un ciudad grande donde una persona como yo puede encontrar un trabajo con cierta facilidad.

-Comprendo -se le ocurrió decir a Fernando-. ¿Y ya tienes pensado en lo que quieres trabajar?

-Compraré periódicos y miraré los anuncios de trabajo -dijo Sofía recordando cuando en el piso de la calle Estrella ojeaba sorprendida la gran cantidad y variedad de anuncios de toda clase que aparecían en los periódicos de aquel país.

Entonces, a Fernando, se le ocurrió una idea y nuevamente la cabeza se le volvió a llenar de imágenes suyas acompañado de la bella joven, esta vez recorriendo las calles de la ciudad condal, para terminar acostándose juntos en alguna acogedora habitación de algún bonito hotel de la misma ciudad.

-Sabes, yo nunca he estado en Barcelona -dijo rápidamente antes de que la vergüenza le impidiese dar a conocer su idea a Sofía-. Qué te parece si te llevo hasta allí, pasamos unos días juntos y después me vengo y no te vuelvo a molestar.

Sofía se quedó paralizada. Había intentado imaginar de mil maneras cómo reaccionarían esos hombres cuando ella les llamase para pedir su ayuda, pero no había imaginado una respuesta como aquella. Aunque imaginaba con qué intención se ofrecía.

-Yo..., agradezco tú ofrecimiento Fernando, pero ya té he dicho que no quiero volver a trabajar como prostituta.

-No, no..., como amigos. Ya té he dicho que no conozco esa ciudad. La vemos juntos y té ayudo en lo que pueda a encontrar tú nuevo trabajo. Olvidando por completo tú antiguo trabajo y sin que tengas ningún compromiso conmigo -dijo Fernando intentando ser sincero, aunque en su interior nació muy rápidamente la certera esperanza de que si la llevaba a Barcelona terminaría acostándose con ella, pues al fin y al acabo había sido una puta que se había tirado a cualquier tío por su dinero, y que menos que agradecerle lo que iba a hacer por ella con algún polvo y probablemente gratis.

El silencio recorrió la línea telefónica en ambas direcciones.

Sofía no había esperado aquel ofrecimiento ni por lo más remoto. No sabía si aceptarlo. Aquel hombre no parecía de los que pudiesen hacer daño a nadie. Lo más cómodo seria hacerlo, por supuesto, y que aquel hombre la llevase hasta Barcelona, pero ¿y si luego el hombre consideraba aquello una especie de relación amorosa y no la dejaba en paz? Desde luego ella no quería nada con él y menos ahora que había decidido dejar atrás toda aquella porquería e intentar salir de aquel mundo. Pero la cantidad de complicaciones que se quitaría del medio si aceptase... Tenía que decidirse rápidamente.

-No quiero ponerte en ningún compromiso Sofía -continuó Fernando al ver que la chica tardaba en responder-, sólo quiero ayudarte, si no te parece bien lo olvidamos ahora mismo y té digo lo que quieras saber de cómo puedes llegar hasta allí.

-No es eso, es que... -dudó la joven-, está bien, si quieres llevarme de acuerdo, pero como amigos.

-Claro, como amigos -Fernando se llenó de una gran satisfacción y mentalmente comenzó a hacer los preparativos en aquel mismo instante-. ¿Y cuándo tenias pensado irte?

-Me gustaría irme ahora mismo -escuchó el mecánico como decía la joven con decisión.

-Escucha Sofía, tengo que dejar algunas cosas atadas antes de que nos vayamos. En esta tarde lo solucionare todo. ¿Qué te parece si salimos mañana a primera hora? ¿A las seis o las siete?

Mañana... A Sofía enseguida le vino a la cabeza la idea de qué tendría que deambular otro día por aquellas calles y buscar otro lugar donde pasar la noche.

-Sofía, ¿té parece bien a las siete? -insistió Fernando.

-Sí, de acuerdo -dijo débilmente lanzando un suspiro imperceptible-. ¿Y dónde nos juntamos?

-Dime donde vives y pasaré a recogerte a las siete en punto -dijo el hombre con una gran ilusión.

Nuevamente la joven se encontró confusa. ¿Qué debía decirle? Echó una rápida mirada a su alrededor y dijo:

-Cerca de la calle Doctor... Doctor Esquero.

-Doctor Esquerdo -corrigió Fernando-. Muy bien, y ¿a qué altura?

-¿A qué altura? No comprendo muy bien...

-Esto, perdona -rió Fernando-. No me acordaba de qué no eres de aquí. Por qué zona de la calle, quiero decir.

-Ah ya -Sofía dudó un instante y se quedó mirando pensativamente como una nueva moneda se perdía por la estrecha ranura haciendo que el montón de monedas disminuyese nuevamente su tamaño, ya reducido de manera notable-, la verdad es que no lo conozco demasiado bien. No salgo mucho y...

-Bueno mira -dijo Fernando-, pregunta por la Plaza Manuel Becerra que todo el mundo la tiene que conocer y espérame junto a una boca del metro, ¿té parece bien?

-Me parece bien -dijo la chica con resignación, si iba a aceptar que aquel hombre la llevase hasta Barcelona, tampoco podía pedirle que saliesen en aquel mismo instante. Comprendía que tuviese que solucionar algún asunto antes de viajar.

Se despidieron hasta la mañana siguiente y Sofía apuntó el nombre de la plaza donde debían de encontrarse, sin tener conciencia de qué hacía muy poco tiempo había rondado por aquella plaza en compañía de sus supuestos amigos.

Fernando salió de la pequeña oficina del taller con un gran regocijo en todo su ser, tan solo unos minutos antes no hubiese podido imaginar ni por lo más remoto que iba a realizar un sensacional viaje con una bellísima joven con las que tenía muchas --muchísimas-- posibilidades de pasarlo maravillosamente.

Se acercó a José que estaba incrustado en el motor de un fíat de once años, y rodeándole los hombros con su brazo, le dijo:

-José, me tienes que hacer un gran favor -le unía una gran amistad con su empleado, que a pesar de ser unos cuantos años menor que Fernando no había sido obstáculo para compartir, además del grato trabajo en el taller, muchas noches de juerga, sobre todo desde que su matrimonio se hubiese roto definitivamente.

El mecánico le contó a su empleado que tenía que salir de inmediato durante unos días, no sabía exactamente cuántos, a Barcelona, aunque no le dijo que era con una antigua prostituta. “Ya té contaré” le prometió. Le pidió que se hiciese cargo del taller durante esos días como ya había hecho en alguna ocasión, y le dijo que le recompensaría generosamente. José aceptó de buen grado diciéndole que no se iba a enterar de lo que le hablasen los catalanes.

-Cuando llegue allí te llamaré y si hay algún problema me llamas al móvil -dijo Fernando por ultimo.

La cuestión del taller estaba solucionada. Ahora debía decir algo a su mujer.

Llegó la hora de la comida y cerraron el taller. Fernando subió al piso de arriba donde su mujer y su hija ya estaban listas para la comida. Dio un cariñoso beso a la pequeña y saludó muy escuetamente a su esposa sin que ésta contestase.

Comieron en silencio, como todos los días en los últimos meses y salvo cuando Fernando no comía en algún bar; tan solo hablaban para atender los ruegos y preguntas que la niña les hacía.

Terminaron de comer y la niña corrió a su habitación a jugar, aprovechando que aún no tenia colegio por las tardes; la mujer de Fernando comenzó a recoger la mesa y éste se quedó mirándola disimuladamente; era algo más baja que él, un metro cincuenta y tantos centímetros y había engordado varios kilos desde que se casaron, por lo que su cuerpo se había ensanchado notablemente. Pensó en la joven rusa mientras se levantaba para ayudarla. En la cocina, y al tiempo que dejaba los vasos en el fregadero, le dijo sin mirarla y mientras ella permanecía de espaldas a él:

-Tengo que salir fuera unos días -guardó silencio esperando con cierto temor y sin saber muy bien que contestaría si su mujer le preguntaba dónde y porqué. Su mujer no habló-. José se hará cargo del taller. Si necesitáis algo ya sabes el numero del móvil.

Fernando con cierto aire de apesumbramiento, dio media vuelta lanzando un débil hasta luego.

Su mujer se quedó fregando los cacharros de la comida. Quizá lloraría desilusionada. Quizá no tanto por el hecho de que su matrimonio estaba roto, como por el hecho de que la vida cada vez le ofrecía menos alicientes para ser feliz. Quizá lloraría porque la senda de la vida no transcurría por donde ella había imaginado hacía muchos años atrás.

 

 

viernes, 7 de marzo de 2014

La princesa rusa XV


                               Una simple llamada


Nuevamente paseó envuelta en una amargura insoportable hasta que casi sin darse cuenta, desembocó en una amplia calle que enseguida la identificó como Doctor Esquerdo. Nada más comenzar a andar por la larguísima avenida, a su amargura se añadieron los síntomas que aún perduraban de la resaca, sintió como aumentaba su mal cuerpo y acompañada de algún leve mareo, temió que la resaca volviese a atacarla con furia.

Se encontraba débil y supo que aquel malestar era, además de producido por la resaca, porque llevaba muchas horas sin probar bocado, tiempo en el que tan sólo había llevado a su estomago una gran cantidad de alcohol. A pesar de todo no sentía hambre, pero sabía que debía obligarse a comer alguna cosa si quería continuar manteniéndose en pie.

Se dirigió a un bar donde a través de unas grandes cristaleras, se veía el interior, donde algunas personas bebían y comían bocadillos. Esperó un buen rato en un rincón apartado de la barra, hasta que le sirvieron el bocadillo que había pedido acompañado de una coca cola, esta vez sin escocés.

Se hizo un pequeño hueco en una repisa frente a la barra, y mientras se tomaba muy lentamente el bocadillo y la coca cola intentando que el intenso olor a comida no despertase la adormecida resaca, sacó su pequeña agenda y empezó a ojearla. Buscó los teléfonos que le habían dado los hombres del chalet y vio que tan solo tenía tres números apuntados junto a los correspondientes nombres. No era gran cosa pero esperaba tener de sobra. Los miró con atención y una tierna sonrisa se dibujó instintivamente en sus labios. Al leer aquellos tres nombres tan sólo recordó a dos de ellos, y se sorprendió cuando, a pesar de todo, los recuerdos que le vinieron a la cabeza fueron bastante gratos, al menos el recuerdo de uno de aquellos hombres.

Después de aquella primera e “inolvidable” salida con Andrei, volvió a salir del chalet en otra ocasión, con el consentimiento de Denis, por su puesto. “Ten cuidado con lo que haces encanto”, le dijo con aquella odiosa sonrisa. Salió del chalet con el hombre al que recordaba ahora mirando su nombre y su número de teléfono móvil en su pequeña agenda. Le recordaba perfectamente. Nunca le dijo sus años, probablemente se acercaría a los cincuenta, aunque era tremendamente apuesto. Tenía una suave y canosa barba al igual que su pelo y era increíblemente amable y caballeroso. El tiempo que pasaban tomando las copas a las que él la invitaba, lo pasaban hablando, al menos él, que le contaba cosas de todo tipo sobre la vida, sin ningún tipo de presunción; apenas la tocaba, tan solo la cogía suavemente de la mano y la miraba con sus ojos bonitos y cautivadores. A ella le encantaba escucharle. Daba la sensación de que poseía una gran inteligencia y hablar con él, era un autentico placer. Sofía le cogió un inevitable cariño y estima. Después de algunos días yendo por el chalet, de improvisto, le dijo que si desearía hacer el amor con él. Ella dijo que si, por supuesto, total si no lo hacía con aquel hombre por el que sentía bastante estima, llegaría otro que muy probablemente no le causaría tal agrado y tendría que acostarse con él. Pasaron al reservado y fue bastante grato a comparación de la mayoría de las veces que tenía que pasar al reservado con algún otro hombre. Con aquel, fue de las pocas veces que ella intentó dejarse arrastrar por el placer cuando hacía el amor con algún cliente. Fue bonito y ni las náuseas ni las voces inquisidoras aparecieron en ningún momento. Después llegó la “salida” en la que el hombre la llevó a cenar para terminar en su casa, allí le dijo que estaba casado y que adoraba a su mujer y a sus hijos. Entonces ella muy curiosamente, le preguntó que si adoraba a su familia, porqué había pagado por acostarse con ella. “No tiene nada que ver los buenos momentos que pasemos tú y yo juntos, Sofía, con el amor que pueda sentir por mi familia. Yo los querré siempre, o eso espero”. Cuando el mes de agosto llegó a sus últimos días, aquel hombre dejó de ir por el local.

Sofía lanzó un melancólico suspiro. No podía llamar a ese hombre.

Al otro también lo recordaba, pues había estado con él mucho más recientemente y le recordaba, se podría decir, que con simpatía. Se llamaba Fernando y había compartido con él cuatro o cinco noches, las ultimas probablemente a primeros de septiembre; siempre la invitaba a un par de copas y recordaba que a veces se embalaba en su ímpetu y parecía que se la quisiese comer a besos y caricias. Era simpático, amable y muy gracioso y no le desagradaban del todo sus achuchones, lo aguantaba mucho mejor que a otros hombres con los que estaba y que eran bastante más atractivos que él, parecía sincero y amable y ella apreciaba mucho esas cualidades en los hombres que iban al club y se sentía más a gusto con ellos aunque no fuesen excesivamente atractivos. Uno de los últimos días que aquel hombre fue por el chalet, pagó para entrar al reservado con ella y bueno, no fue del todo malo porque no sintió nauseas ni nada de eso, pero tampoco sintió nada especial; aquel hombre le caía bien, pero aparte de soportar sus caricias y besos tomando las copas, no sentía ningún tipo de deseo por él. Era algo más joven que el primero, treinta y seis o treinta y siete años calculaba ella y ni mucho menos tan atractivo como el hombre de la barba blanca, mejor dicho, era poco atractivo para el gusto de Sofía, no llegaría al metro setenta y en su pequeña cabeza ya había una gran coronilla despoblada de pelo, no se podía decir que fuera feo, pero la expresión infantil y risueña de su cara, no era ni mucho menos hermosa.

Pero todo aquello en esos momentos era lo menos importante, lo que necesitaba ahora era que alguien la ayudase y le informase de como poder ir a Barcelona y más ahora que las esperanzas de que la ayudasen sus nuevos “amigos” se habían esfumado definitivamente; aquel hombre era mejor opción que el príncipe azul de la barba blanca, pues según le había dicho, era soltero y vivía solo, y a veces le decía --suponía ella que en broma-- entre trago y trago, que se fuese a vivir con él.

Si, sin pensarlo más llamaría a ese hombre y si no le localizaba o no la quería ayudar, preguntaría en cualquier sitio como llegar a una estación o cogería un taxi que la llevase y una vez allí, se informaría por su cuenta de cómo se podía viajar hasta Barcelona, pasase lo que pasase.

Ya no podía aguantar más. Debía de salir de aquella ciudad inmediatamente. Salió del bar dispuesta a buscar una cabina de teléfono y marcar aquel número.

Pero al dar unos pasos, Sofía se sintió sin fuerzas, abatida, triste, cansada y sin ningún ánimo para poder hacer absolutamente nada y menos de llamar por teléfono a nadie. Entonces, sin poder evitarlo, comenzó a llorar.

Caminó un rato llorando amargamente sin poder controlarse, con la mirada de alguno de los transeúntes con los que se cruzaba puesta en ella, bajo la luz de las relucientes farolas.

Deambuló en la noche por aquellas calles madrileñas, intentando calmarse, sin que a su cabeza llegase ningún tipo de pensamiento.

Nada mas doblar una esquina, se topó con un pequeño cartel iluminado por una luz blanquecina en el que había dibujada una cama. Sofía respiró hondo e intentó limpiar sus ojos empapados. Entró en una estrecha estancia en la que había un pequeño mostrador de madera, que seguramente tendría ya unos cuantos años al igual que el resto del mobiliario, aunque todo estaba limpio y olía muy bien. Le atendió un hombre delgado que seguramente se acercaría a los sesenta años, prácticamente calvo, con tan solo un poco de pelo a ambos lados de la cabeza; no era muy alto y llevaba un traje oscuro que definitivamente, le hacía parecer más a alguien que atendía una funeraria que una pensión.

El hombre escrutó con sus pequeños ojos de rapaz a la chica muy lentamente, de arriba a abajo, con una mirada penetrante y acusadora. Sofía le devolvió la mirada con los ojos brillantes y colorados, y con su preciosa cara todavía afligida.

-Quería una habitación para dormir esta noche -dijo decididamente y sin saludar.

El hombre, sin dejar de mirarla y muy lentamente, puso sobre el mostrador un gran libro que debía de tener en un estante debajo del mismo y sin abrirle, dijo:

-Me deja su carnet de identidad, por favor.

Sofía estuvo a punto de dar media vuelta y salir corriendo, pero se encontraba demasiado cansada y sin ánimos para buscar otro sitio donde probablemente, le pasaría lo mismo.

-Verá -dijo la chica cansadamente-, llevo pocos días en España y estoy en tramites con los papeles. Le prometo que si me deja pasar la noche no le causaré ningún problema.

El hombre bajó la cabeza y abriendo el gran libro sentenció:

-Espero que de verdad no me des ningún problema o llamaré a la policía. ¿Tienes dinero?

Sofía hizo un lento gesto de afirmación con su cabeza y sacándose unos billetes del bolsillo, dijo:

-¿Cuánto le tengo que pagar?

El hombre la volvió a mirar y esta vez había una cierta expresión de afecto en su cara.

-Treinta euros. Me tendrás que decir tu nombre y firmar aquí -dijo dando la vuelta al libro e indicándola donde debía firmar.

-Sofía Klochkova -dijo dando el apellido búlgaro de su madre, mientras contaba el dinero y se lo entregaba al hombre.

La joven firmó en un pequeño espacio del libro y cogiendo la llave, sonrió al hombre con una sincera expresión de agradecimiento, al tiempo que le decía:

-Gracias, muchas gracias señor.

El hombre cogió el dinero y haciendo un gesto de asentimiento, no pudo evitar que en su boca se dibujase una débil sonrisa.

Subió por una estrecha escalera hasta el primer piso donde se encontraba la habitación y nada más entrar, se tumbó en la cama boca abajo. Tenía ganas de llorar y maldecir toda aquella asquerosa vida y a ella la primera, por haber permitido todo aquello y no haber sido capaz de luchar. Pensó en Dios y deseó con toda su alma la existencia de aquel ser sobrenatural y poder pedirle compasión y tener fe en que tarde o temprano la tendería su mano.

En esta ocasión las lágrimas no aparecieron, pero sí lo hizo el sueño que la dominó en muy pocos minutos.

Esta vez, la joven durmió sin ninguna pesadilla que perturbase su sueño. Despertó bañada por los rayos de un brillante sol que nuevamente auguraba un día veraniego en Madrid. Enseguida recordó que se encontraba en aquella pensión y, como un repentino mareo demasiado familiar, también recordó la pesadilla de los días anteriores, en la que el punto más terrorífico era la muerte de Alex.

Al intentar incorporarse aún notó restos de la impresionante resaca del día anterior, y enseguida recordó como se había topado con esos chicos, Paco..., como en su compañía había cogido la peor borrachera de su vida y había estado en las puertas del infierno. Se obligó a no llorar e intentar concentrarse en lo que debía de hacer. Llegar a Barcelona... Había decidido llamar a Fernando para pedirle información y eso era lo que iba a hacer.

Se levantó cansadamente con un ligero dolor de cabeza, pero el grueso de la terrorífica resaca se había esfumado afortunadamente; se desnudó y se dio una larga ducha en el minúsculo aseo, que esta vez, se encontraba dentro de la habitación. No se sentía sucia físicamente, pero si notaba como el agua la limpiaba en parte de malos pensamientos y la relajaba de una manera muy grata, lo que hacía que a su mente llegase cierta claridad para poder pensar un poco.

Se volvió a vestir y abandonó la habitación rápidamente. Eran poco más de las nueve de la mañana y allí ya no tenía nada que hacer. Bajó con la intención de darle las gracias nuevamente al hombre que la había atendido la noche anterior, pero el mostrador estaba vacío y prefirió no esperar a que alguien llegase.

Salió al exterior donde esperaba otro radiante y soleado día de últimos de septiembre.

Comenzó a andar y rápidamente volvió a desembocar en Doctor Esquerdo. Pasó a un bar y tomó un café solo, con un pequeño bollo. Sacó su agenda y localizó el número de teléfono que le había dado Fernando. Salió del bar dispuesta a buscar una cabina de teléfonos y marcar aquel número, pero pensó que eran horas de trabajo. Decidió esperar hasta la hora de comer. Paseó por aquellas calles entreteniéndose en observar las idas y venidas de la gente y del trafico, ajena a que la suerte esta vez le era favorable y no era localizada por los diversos ojos que aún escrutaban aquella zona intentando localizarla, intentando no pensar demasiado en los acontecimientos pasados y en lo que le esperaba por delante.

Sólo pasaron veinte minutos. Sin poder aguantar más, buscó una bocacalle algo menos transitada y con menos ruido donde hubiese un teléfono público. Lo encontró y después de preparar un montón de monedas sueltas, descolgó el teléfono notando como aumentaba su estado nervioso, y sin saber muy bien lo que iba a decir, marcó el número de aquel hombre. Pensó en que quizá hubiese sido mejor haberse tomado un par de combinados de escocés en vez del café con el bollo.