lunes, 28 de septiembre de 2015

EL NIÑO DE LA CAMISETA ROJA

                         
Cándido conducía tranquilo por la amplia avenida flanqueado de parques y zonas verdes, a penas una manzana y desembocaría en su tranquilo barrio. Iba absorto en los preparativos vacacionales, aunque aún quedaban más de dos meses; llevaban tres años que, por unas u otras circunstancias, no habían podido disfrutar de unas autenticas vacaciones más allá de alguna escapada ocasional o un efímero viaje al pueblo, pero este año sí, y serían unas vacaciones diferentes, inolvidables, tal vez un crucero, o un hotel de lujo en algún lugar paradisiaco. Aún no estaba seguro, pero sin duda, serían unas vacaciones especiales.
-¡Dios! –bramó Cándido. El frenazo y el posterior y siniestro “¡Pof!” le dejaron aturdido durante unos agónicos segundos.
Había visto al niño, le había dado tiempo a verlo antes de que se perdiese por debajo del capo de su coche, un niño moreno con el pelo corto y una camiseta o jersey rojo.
Cándido temblaba de pies a cabeza.
Tenía que bajar del coche. ¿Y si lo había matado? Dios no.
Abrió con delicadeza su puerta como sí temiese despertar a la ciudad. Anduvo hasta la parte delantera del auto preparándose para lo peor. Pero no había nada. El niño no estaba. La sorpresa no le dejó disfrutar del indescifrable alivio. Se agachó. Debajo del coche tampoco había nada. Pero estaba seguro de haber visto al niño y su camiseta roja.
Unas rápidas pisadas le sobresaltaron, al otro lado de la avenida, por la acera, corría un chaval de no más de once o doce años, sí, estaba seguro de que era el mismo niño al que creía haber atropellado y que en aquel preciso momento se dirigía a media carrera hacia un parque cercano.
-¡Eh! –grito Cándido. Pero el chico no le hizo caso, sino que continuó su marcha hasta adentrarse en el parque, ni tan siquiera parecía cojear-. ¡Chico espera! ¿Estás bien?
Cándido cruzó la calle, casi llegó al parque a la carrera. No había ni rastro del niño. Atravesó los arboles y los bancos solitarios. Una senda mal cuidada y llena de piedras, abandonaba el parque y se adentraba en un pequeño bosque lindante. Atravesándolo. Conducía a un recinto amurallado de viejas piedras y ladrillos descorchados.
Era el antiguo cementerio.
La vieja verja de formas indefinidas y abstractas terminó de cerrarse. Cándido pudo distinguir la camiseta roja del niño. Hacía años que no pasaba a aquel cementerio, en realidad, ya nadie pasaba al cementerio, el camposanto se había convertido en una reliquia del pasado casi olvidada para los vecinos de la zona, aunque continuaba estando abarrotado de viejos y semiderruidos panteones familiares, incluso se había corrido el rumor de que el Ayuntamiento quería hacerlo desaparecer para tal vez dar paso a pisos o algún centro comercial.
Pero aquella mañana parecía tener sus puertas abiertas.
Cándido apretó el paso hasta que llegó a la puerta metálica, se quedó plantado en la entrada, una suave ráfaga de viento hizo crujir las tejas sueltas de algún panteón cercano. Penetró en el recinto.
Ni rastro del chico. Cándido se introdujo entre las tumbas, entre los pasillos de tierra descuidados y llenos de hierbajos. Atinó a ver al niño, a su camiseta roja girar por unos de los pasillos entre dos viejas tumbas de hormigón sin rastro de flores que recordasen mínimamente a sus eternos moradores.
Y el chico parecía correr, o al menos, se movía en una extraña sincronización.
Cándido dudó por unos momentos.
-¡Eh chaval! –su voz resonó entre el pesado silencio, unos pájaros elevaron el vuelo asustados-. ¡Espera!
Llegó a la zona por donde había girado el niño, al fondo del nuevo pasillo se levantaba, por encima de todos los panteones, uno negro y sucio cuyas paredes parecían desgastadas y cubiertas de ásperos chorretes de cal y óxido. Cándido se acercó hasta la vieja tumba, la puerta abierta dejaba entrever una sucia oscuridad y un rancio olor a humedad.
Volvió a titubear.
-¿Chico? -Cándido atravesó la puerta. La cara brillante y sudorosa del niño apareció entre la penumbra del recinto, su corazón protestó acelerando el ritmo de su bombeo, sobresaltado-. ¿Chico estás bien?
-Sí –su voz sonó aguda y protestona como la de cientos de chicos de su edad, sonreía reconciliadoramente y su rostro no aparentaba ningún trauma.
-¿Seguro qué estás bien? Me has dado un susto de muerte, creí que te había golpeado fuerte.
-Si estoy bien, además fue culpa mía.
-¿Y qué para qué has venido hasta aquí? -Cándido miró expectante al chico.
-Estoy jugando –la voz del niño pareció cambiar y de su rostro infantil y risueño se apoderó una extraña mueca que a Cándido le pareció, en la penumbra del pequeño recinto, una siniestra y sarcástica sonrisa.
Sintió un escalofrío. Echó una última mirada al chico y salió nuevamente a la calle. Comenzó a andar por los pasillos del cementerio sin despedirse del niño.
No miró atrás ni una sola vez mientras se dirigía a su coche.
El niño había dicho bien claramente que el accidente había sido por su culpa. Estaba jugando.
Cándido volvió a subir a su coche y recorrió la última manzana que le separaba de su barrio. Se había olvidado de las vacaciones. Aparcó frente a su casa como lo hacía todos los días. Abrió la puerta de su piso. No había nadie, su mujer había salido de compras con Irina, su única hija y regresaría a casa algo mas tarde.
Tan solo le recibió Kaki, su fiel galgo al que habían adoptado desde hacía siete años. Cándido apartó al galgo y se dirigió a la cocina, de uno de los cajones sacó el cuchillo de carnicero perfectamente afilado.
Llamó al galgo. El perro soltó un gruñido de desconfianza pero se acercó a su amo. El cuchillo se clavó con una sorprendente rapidez en el cuello del animal que cayó al suelo envuelto en un chorro de sangre, apenas soltó dos lastimosos gemidos antes de quedar inerte en el suelo.
Cándido desclavó con sumo cuidado el cuchillo del cuello del animal y se dirigió al salón. Esperaría a su mujer y a su hija.
Aquel año tampoco habría vacaciones para la familia.


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