miércoles, 25 de junio de 2014

La princesa rusa XXII

                                  Barcelona y Dios 

El gentío, en su inmensa mayoría turistas de un sin fin de países y regiones, poblaba la plaza, realizando un gran número de fotos y grabaciones con sus cámaras digitales a los antiguos edificios que la rodeaban.
Fernando estaba justo frente a la serena y casi asustada catedral, sentado en un largo banco de piedra al lado de gente que no conocía absolutamente de nada y que miraban a la iglesia, algunos cansadamente. Era un edificio más austero y tal vez menos llamativo que la impresionante basílica de Zaragoza que había contemplado el día antes, pero que no carecía en absoluto de ese encanto, bello y misterioso, que tienen todas las catedrales y edificios religiosos construidos en épocas pasadas.
Pero el mecánico apenas había prestado unos minutos de atención a la catedral de Barcelona. Él miraba con más interés y con verdadera pasión, a la joven, que tan solo a unos pasos delante de él, observaba la gran iglesia con detalle, mezclada entre los numerosos turistas. Su fina y atractiva silueta, a pesar de la sencilla ropa que la envolvía, se recortaba contra el fondo de la catedral de una elegante y sensual manera.
La joven rusa parecía encontrarse, sino más animada, si bastante más sociable con respecto a él. Desde la noche anterior parecía haber cambiado algo. Quizá, realmente si estaba cansada y la noche le había sentado bien. Habían hablado bastante durante el viaje desde Zaragoza y ella incluso, había comentado con cierto jubilo que nunca había visto el Mediterráneo y que le gustaría contemplar ese mar una vez llegasen a Barcelona, él la había sonreído y contestado que si no seguían bajando las temperaturas, se podrían hasta dar un buen chapuzón, a lo que ella respondió tímidamente y con su cautivadora sonrisa, que no tenia traje de baño.
Fernando prácticamente tampoco había pegado ojo durante la noche y no había podido evitar que los pensamientos de la bella joven rusa tumbada en la cama de la habitación contigua, no le abandonasen en toda la noche. Se levantó muy pronto y después de llamar a la joven, a falta de pocos minutos para las ocho, partieron de la capital maña rumbo a Barcelona después de desayunar rápidamente en el mismo bar donde la noche anterior, Sofía, al parecer de Fernando, se hubiese comportado como si fuese una monjita de la caridad con el niño de la pareja que tan poca confianza despertaron en él y que por otra parte, parecía haberle dado ánimos.
Llegaron a Barcelona después de tres largas horas de viaje y tras callejear por las calles durante más de media hora sin saber muy bien donde iban, aparcaron el coche en una pequeña calle cercana a una concurrida y enorme plaza que minutos más tarde reconocieron como la Plaza de Espanya.
Dieron un breve paseo recorriendo la plaza y después de que Sofía prestase por unos momentos una curiosa atención al llamativo monumento, que según el mecánico tenia la forma de una gigantesca pata de ave vuelta del revés, buscaron un pequeño hostal donde el hombre reservó una sola habitación con dos camas sin que la chica pusiese la mas mínima objeción. Después, el mecánico mandó un mensaje por su móvil a su empleado para contarle que todo iba bien y que ya se encontraba en Barcelona y apenas guardar el teléfono, Sofía comenzó a andar diciendo que debía de buscar una librería donde poder comprar periódicos.
Periódicos. Fernando supuso enseguida para que querría los dichosos periódicos. Se había hecho demasiadas ilusiones y ella había sido sincera desde el principio, desde que le llamó por teléfono. Ella sólo deseaba encontrar trabajo allí y emprender una nueva vida.
Fernando comenzó a caminar a su lado y le dijo sin dejar de andar:
-¿Para qué quieres periódicos ahora, Sofía?
Ella al principio no hizo caso a sus palabras, pero enseguida se paró en seco volviéndose hacia él y con cierta expresión de culpa en su cara, le dijo con el encantador acento del este y con cierto tono de disculpa en su voz:
-Yo tengo que buscarme un trabajo. Te lo dije cuando te ofreciste a traerme.
-Lo sé, lo sé, pero ya es viernes, Sofía y casi mediodía. ¿Dónde vas a buscar trabajo ahora?
La joven movió los hombros en un gesto de duda y se apartó a un lado de la acera para que pudiese pasar la gente que circulaba por los alrededores de la plaza.
-En los periódicos hay muchos anuncios de trabajos -dijo-. Lo sé porque en Madrid tenía mucho tiempo para ojear periódicos.
-Si lo sé, pero deja el trabajo para el lunes y vamos a disfrutar el fin de semana viendo Barcelona.
-No puedo perder tiempo Fernando -intentó decir Sofía con serenidad-. Yo no tengo mucho dinero y cuando se me gaste lo que tengo no sé como podré vivir aquí.
-No te preocupes de eso ahora –contestó el hombre mirando con una mezcla de compasión y deseo a la joven que tenía delante-. Conmigo no tendrás que gastar nada.
-Pero tú no puedes estar gastándote tú dinero conmigo -replicó Sofía con una voz dulce e increíblemente sincera-. Y ya no soy una prostituta para poder darte algo a cambio. También te lo dije.
Fernando no supo que decir cuando escucho aquellas palabras llenas de sinceridad delante de sus narices. Él, por supuesto, había mantenido la esperanza de que la joven le gratificase de alguna manera a cambio de correr con todos sus gastos. Estuvo a punto de dar media vuelta y decir “está bien, me marcho. Que te vaya bien”, pero volvió a mirar el dulce rostro de Sofía. Aunque sólo disfrutase de la compañía de la chica, sin nada de sexo, estaba dispuesto a permanecer con ella, al menos, todo aquel fin de semana.
-No te pido nada a cambio, Sofía. Sólo que me acompañes y seas mi amiga. Te lo digo de verdad -dijo intentando parecer sincero y que no se le notara su apesadumbrada resignación. Sabía que por su físico, no excesivamente agraciado por Dios y por la naturaleza en perfecta concordancia, no iba a convencer a la belleza que tenía enfrente, que le sacaba casi media cabeza y tenía el mismo aspecto de un precioso ángel-. Olvídate del trabajo durante esta tarde y vayamos a ver tu ansiado Mediterráneo. Sin que gastes tú dinero y sin que me des nada a cambio, de verdad te lo digo Sofía.
-Te agradezco lo que quieres hacer, pero no entiendo...
-No te han dicho nunca que pareces una princesa -interrumpió Fernando decididamente con su voz chillona-, pues el pasear con una princesa para mi es más que suficiente.
-Es muy bonito que digas eso -susurró tristemente la joven sin que Fernando se pudiese imaginar que su mente recuperaba en aquellos momentos el desagradable recuerdo de Andrei.
-Entonces aceptas -dijo resueltamente Fernando viendo como por fin se escapaba otra débil aunque encantadora sonrisa de los labios de la joven rusa-. Te prometo que el lunes contarás con toda mi ayuda para buscar tú trabajo.
Sofía pareció acceder después de aquellas últimas palabras del mecánico, aunque finalmente comprase dos periódicos de anuncios para poder ojearlos durante los ratos libres del fin de semana, según dijo, y así el lunes tener preparados algunos teléfonos donde llamar o alguna dirección a la qué acudir.
A pesar de que había terminado convenciéndola de que se olvidase del dichoso trabajo durante aquella tarde, Fernando había terminado perdiendo prácticamente las pocas ilusiones que le quedaban de que aquellos días que pasase en Barcelona, le ofreciesen interminables sesiones de sexo en su estado más puro en la acogedora habitación del hotel, disfrutando del deseable cuerpo de la preciosidad extranjera que le acompañaba, muy diferente a como lo había practicado en el chalet donde trabajaba la rusa, con algunas copas de más y con el tiempo de pasión pasando a la velocidad de la luz; sin embargo, estaba dispuesto a permanecer al lado de la joven durante aquel fin de semana en la ciudad condal, le apetecía mucho estar en compañía de la chica, y aunque sin sexo, aquel viaje si podría terminar convirtiéndose en una bonita y agradable aventura, y si al final era capaz de despertar la simpatía de la joven hacia su persona, quien sabría si finalmente...
Comieron en una pizzería cercana mientras examinaban el plano que compraron en la librería junto con los periódicos. Al parecer tenían un camino bastante recto hacia lo que debía de ser el puerto donde la chica podría contemplar las aguas del Mediterráneo. Fue ella la que sugirió ir paseando hasta allí, algo que a Fernando no le pareció una gran idea, ya qué la distancia del plano llevada a la realidad, podría ser de algún kilometro y él no tenía ningunas ganas de caminar, aunque no puso objeciones.
No resultó tan dura la caminata y Fernando prácticamente no se enteró de los metros recorridos por sus piernas. Desembocaron casi de lleno en el puerto y contemplaron el mar, aunque para Fernando no resultó una experiencia especialmente grata mirar todo aquel agua atrapada entre un sin fin de diques, barcos y muelles. Puso más atención en el cercano monumento de Colón, inmóvil sobre aquel gran poste y que tantas veces había visto en libros y televisión y que parecía ser uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad catalana. Sintió cierta sensación de privilegio.
Después de andar durante unos minutos por el puerto, subieron por el colorido y transitado paseo de La Rambla y enseguida se vieron envueltos por el gentío que componían una desconcertante mezcla de individuos e individuas de un sin fin de razas y nacionalidades.
Pronto abandonaron gran parte del gentío y desembocaron en un laberinto de callejuelas en cuyos viejos, aunque reformados pavimentos, se adivinaba el peso aguantado durante siglos de una bella y tensa historia. Anduvieron entre las estrechas calles mirando los antiguos edificios, en especial la princesa rusa, hasta que desembocaron en la plaza de la catedral.
Ahora, el sol se llevaba consigo la claridad del día y Fernando, sentado en aquel largo banco de piedra, empezaba a sentir frío y cansancio en sus pies por el largo paseo.
Sofía dejó de mirar a la catedral y volvió junto a Fernando ocupando un sitio junto a él en el banco.
-Es bonita, verdad -dijo la chica como si hablase para sí misma.
El mecánico se subió las gafas con su dedo para volverlas a su posición normal después de que éstas se hubiesen deslizado unos centímetros por su nariz, y con una expresión bobalicona en su rostro que le hacía parecer aún más infantil, contestó:
-A ti te gustan demasiado los edificios religiosos parece ser. ¿Debes de creer mucho en Dios?
Sofía quedó sorprendida, no esperaba ni por lo más remoto, escuchar una pregunta de esa clase en aquella situación. Fernando le parecía simpático y en su interior agradecía enormemente todo lo que estaba haciendo por ella, aunque sospechaba que al final de esas buenas intenciones hubiese otras no tan sinceras. No se lo reprochaba, él había dicho que era soltero y un hombre soltero era normal que sintiese deseos por una mujer. Ya le recordaba del club como uno de los pocos hombres, aun sin ser atractivo, que le hacía pasar al menos, ratos no demasiados desagradables, y no como con otros hombres, con los que pasaba el tiempo pensando tan sólo en como poder soportar su compañía y suplicando a su mente que aceptase si llegaba el momento de tener que acostarse con alguno de ellos. Con Fernando no pasaba ratos tan agónicos y se reía de vez en cuando haciendo que aquellas largas noches en el chalet se hiciesen más llevaderas. Pero él no era Shirko, ni Alex, ni siquiera aquel hombre de la barba blanca. No sentía nada mas por él que una cierta simpatía y gratitud y en aquel momento, Fernando no era la persona con la que le apeteciese hablar largamente de aquellas cosas. A pesar de que la había llevado hasta allí y le estaba haciendo compañía en sus primeras horas en aquella ciudad completamente desconocida, algo en ella deseaba que aquel hombre se fuese cuanto antes y la dejase sola de una vez.
-No -dijo sin demasiados ánimos-, simplemente me gusta contemplar los edificios antiguos y admiro a la gente que ha sido capaz de imaginarlos y construirlos.
-Pero crees en Dios entonces o no -insistió el mecánico.
-Realmente no mucho, pero no creo que tenga demasiada importancia que yo crea en él o no.
Fernando se quedó mirando algo sorprendido a la joven.
-La vida es dura muchas veces Sofía, pero Él siempre está ahí dispuesto para ayudarnos -continuó el hombre con cierta misericordia en sus palabras.
-¿Por qué nos hace sufrir entonces si lo que quiere es ayudarnos? -preguntó por fin la chica después de un corto silencio.
-Bueno, quizá no puede ayudar a todos los que tienen problemas -dijo Fernando dubitativo.
-Quizás... -susurró la joven rusa.
-Yo te voy a decir lo que pienso, tienes razón en que la gente sufre, pero estoy seguro que tarde o temprano, todos tenemos nuestra recompensa a ese padecimiento, si no es en esta vida, en la otra.
-Yo creo que no hay más vida que esta -dijo Sofía después de unos segundos, muy suavemente, como un leve soplo de viento, mientras empezaba a levantarse-. ¿Nos vamos? Es casi de noche y hace fresco.
Fernando se levantó y comenzó a andar al lado de la chica, lentamente, sin decir ninguna palabra.
Fue idea de Fernando coger un taxi para hacer el camino de vuelta al hotel, “aunque me cueste un ojo de la cara”, dijo, “pero no doy un paso más”.










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